sábado, 21 de mayo de 2011

IMPORTANCIA DE LAS TIC EN EL AULA

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lunes, 16 de mayo de 2011

Robinson-las escuelas y la creatividad

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sábado, 14 de mayo de 2011

TICS EN EL AULA

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PARA REFLEXIONAR

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jueves, 5 de mayo de 2011

TEDESCO

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domingo, 1 de mayo de 2011

HUME

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ALEGORÍA DE LA CAVERNA

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HUME

SOBRE LA CAUSALIDAD

No obstante, para alcanzar con prontitud una conclusión sobre este argumento, que ya ha llegado demasiado lejos, hemos buscado en vano la idea de poder o conexión necesaria en todas las fuentes de las que podríamos suponer que derivara. Aparentemente, en los casos particulares de la operación de los cuerpos, no podemos descubrir, ni mediante el más celoso examen, nada que no sea que un evento sigue a otro, sin llegar a identificar ninguna fuerza o poder por el que opera la causa, ni ninguna conexión entre ésta y su supuesto efecto. La misma dificultad se da al contemplar las operaciones de la mente sobre el cuerpo, donde observamos que el movimiento de este último se sigue de la volición de la primera pero somos incapaces de observar o concebir el vínculo que une el movimiento y la volición, o la energía por la que la mente produce este efecto. La autoridad de la voluntad sobre sus propias facultades e ideas no es ni un ápice más comprensible. De ahí que, en su conjunto, en toda la naturaleza no aparece ni un solo caso de conexión que nos sea concebible. Todos los eventos parecen estar completamente sueltos y separados. Un evento sigue al otro, pero nunca podemos observar ningún vínculo entre ellos. Parecen estar unidos pero nunca conectados. Y como no podemos hacernos ninguna idea de nada que no haya aparecido nunca ante nuestro sentido externo o sentimiento interno, necesariamente la conclusión parece ser que no tenemos idea alguna de la conexión o el poder, y que estas palabras no tienen absolutamente ningún significado cuando las empleamos tanto en los razonamientos filosóficos como en la vida ordinaria.

2.

Sin embargo, aún existe un método para evitar esta conclusión, y una fuente que todavía no hemos examinado. Cuando se nos presenta cualquier evento u objeto natural, nos es imposible, a pesar de nuestra sagacidad o capacidad de penetración, descubrir, o siquiera conjeturar, sin la experiencia, qué evento resultará de ello, y también llevar nuestra previsión más allá del objeto que se presenta de manera inmediata a la memoria y los sentidos. Incluso después de un caso o experimento donde hemos observado que determinado evento sigue a otro, no podemos formular una regla general, ni predecir lo que ocurrirá en casos similares; siendo justo considerar una temeridad imperdonable juzgar el conjunto del devenir de la naturaleza a partir de un solo experimento, por preciso o infalible que éste sea. Pero cuando una especie determinada de evento ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, dejamos de tener escrúpulos a la hora de predecir uno por la aparición del otro, y de utilizar ese razonamiento, el único que puede confirmarnos cualquier estado de los hechos o de la existencia. Entonces llamamos a un objeto causa y al otro, efecto. Suponemos que existe alguna conexión entre ellos, algún poder en la una para producir de manera infalible el otro, y que opera con la mayor de las certezas y la más poderosa de las necesidades.

3.

Así, aparentemente, esta idea de conexión necesaria entre eventos surge de una serie de casos similares que se dan por la conjunción constante de dichos eventos; no porque esa idea pueda ser sugerida nunca por ninguno de estos casos, aunque se examinen bajo todas las luces y posiciones posibles. Sin embargo, en un numero determinado de casos no hay nada distinto de cada caso particular que se suponga que sea exactamente similar; salvo, únicamente, que tras una repetición de casos similares la mente se deja llevar por el hábito: ante la aparición de un evento, espera su habitual seguimiento, y cree que existirá. Esta conexión, por tanto, que sentimos en la mente, esta transición rutinaria de la imaginación desde un objeto a su normal seguimiento, es el sentimiento o la impresión de la que formamos la idea de poder o conexión necesaria. No hay nada más en el caso. Contemplemos el tema desde todos los lados; no encontraremos nunca ningún otro origen a esa idea. Ésta es la única diferencia que existe entre un caso, del que nunca podemos recibir la idea de conexión, y una serie de casos similares, que la sugieren. La primera vez que el hombre vio la comunicación del movimiento a través del impulso, como cuando chocan dos bolas de billar, no pudo decir que un evento estaba conectado al otro; sino tan solo que uno estaba unido al otro. Tras haber observado varios casos de la misma naturaleza, entonces es cuando dice que están conectados. ¿Qué ha cambiado para que surja esta nueva idea de conexión? Nada, salvo que él ahora siente que estos eventos están conectados en su imaginación, y que puede predecir al punto la existencia de uno de la aparición del otro. Así pues, cuando decimos que un objeto está conectado a otro, sólo significamos que han adquirido una conexión en nuestro pensamiento, y que da lugar a esta inferencia por la que cada uno se convierte en la prueba de la existencia del otro. Una conclusión un tanto sorprendente, aunque parezca fundamentada en suficientes pruebas, pruebas que no quedarán debilitadas por ninguna desconfianza general del entendimiento, o sospecha escéptica relativa a toda conclusión que sea nueva y extraordinaria. No existen conclusiones más gratas para el escepticismo que aquellas que hacen descubrimientos relativos a la debilidad y las limitaciones de la razón y la capacidad humanas.

4.

Y qué caso más fuerte puede hallarse de la sorprendente ignorancia y debilidad del entendimiento que el presente. Pues si existe alguna relación entre los objetos que nos importe conocer a la perfección es, indudablemente, la de causa y efecto. Sobre ella se fundamentan todos nuestros razonamientos relativos a las cuestiones de hecho o de existencia. Sólo por ella tenemos alguna seguridad relativa a los objetos que no se encuentran en el testimonio presente de nuestra memoria y sentidos. La única utilidad inmediata de todas las ciencias es la de enseñarnos a controlar y regular los eventos futuros mediante sus causas. Por lo tanto, a cada momento, nuestros pensamientos e investigaciones se emplean en esta relación. Y sin embargo, las ideas que sobre esto formamos son tan imperfectas que es imposible dar ninguna definición justa de la causa, salvo la que se extrae de algo extraño y ajeno a ella. Objetos similares siempre están unidos a lo similar. De esto tenemos experiencia. De acuerdo a esta experiencia, por tanto, podemos definir que una causa puede ser un objeto, seguido de otro, y donde todos los objetos similares al primero son seguidos por objetos similares al segundo. O en otras palabras, donde, si el primer objeto no se diera, el segundo nunca habría existido. La aparición de una causa siempre confiere a la mente, mediante una transición de la costumbre, la idea del efecto. De esto también tenemos experiencia. Podemos, por tanto, y de acuerdo a esta experiencia, formar otra definición de causa, y llamarla, un objeto seguido de otro, y cuya apariencia siempre conduce al pensamiento del otro. Pero aunque estas dos definiciones se extraigan de circunstancias ajenas a la causa, no podemos remediar este inconveniente, ni alcanzar una definición más perfecta que pueda señalar en la causa la circunstancia que le dé una conexión con su efecto. No tenemos idea alguna sobre esta conexión, ni siquiera una lejana noción de qué es lo que podemos conocer cuando nos proponemos averiguar cuál es su concepción. Decimos, por ejemplo, que la vibración de esta cuerda es la causa de este sonido particular. ¿Y qué queremos decir con esta afirmación? O bien que ésta vibración es seguida por este sonido, y que todas las vibraciones similares han sido seguidas por sonidos similares; o que esta vibración es seguida por este sonido, y que por la aparición de una la mente anticipa los sentidos formando de manera inmediata una idea de la otra. Podemos considerar la relación de causa y efecto bajo cualquiera de estas dos luces; pero más allá no tenemos idea de ella.

5.

Recapitulando, así pues, los razonamientos de esta sección: Toda idea está copiada de alguna impresión o sentimiento que la precede, y allí donde no podamos hallar ninguna impresión, podemos tener la certeza de que no existirá ninguna idea. En todos los casos particulares de la operación de cuerpos o mentes, no existe nada que produzca ninguna impresión, por lo que consecuentemente no puede sugerir ninguna idea de poder o conexión necesaria. Sin embargo, cuando aparecen muchos casos uniformes y el mismo objeto es siempre seguido por el mismo evento, entonces empezamos a tener la noción de causa y conexión. Entonces sentimos una nueva emoción o impresión, a saber, una conexión, por costumbre, en el pensamiento o la imaginación, entre un objeto y su habitual seguimiento; y esta emoción es el original de aquella idea que estamos buscando. Pues como esta idea surge de una serie de casos similares, y no de ningún caso único, debe surgir de esa circunstancia en la que la serie de casos difieren de todo caso individual. Pero esta conexión de la costumbre o transición de la imaginación es la única circunstancia en que difieren. En todo particular restante son similares. El primer caso que vimos del movimiento comunicado por el choque entre dos bolas de billar (para volver a este claro ejemplo) es exactamente similar a cualquier caso que pueda, ahora, ocurrir ante nosotros; salvo tan solo que, no pudiéramos, en un principio, inferir un evento del otro; lo que sí podemos hacer ahora, después de un devenir tan largo de experiencia uniforme. No sé si el lector aprehenderá al punto este razonamiento. Temo que, si multiplicara las palabras, o si lo lanzara bajo una mayor variedad de luces, éste acabaría siendo más oscuro e intrincado. En todo razonamiento abstracto existe un punto de vista que, si conseguimos dar con él, nos llevará más lejos a la hora de ilustrar el tema que toda la elocuencia y las palabras del mundo. Es este punto de vista lo que nos proponemos alcanzar, reservando las flores de la retórica para los temas que se adapten mejor a ellas.

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DESCARTES


Discurso del método




Segunda parte (fragmento sobre los preceptos del método)

1.

(...) Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir tan despacio y emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque de adelantar poco, me guardaría al menos muy bien de tropezar y caer. E incluso no quise empezar a deshacerme por completo de ninguna de las opiniones que pudieron antaño deslizarse en mi creencia, sin haber sido introducidas por la razón, hasta después de pasar buen tiempo dedicado al proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.

2.

Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de la filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que debían, al parecer, contribuir algo a mi propósito. Pero cuando las examiné, hube de notar que, en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la mayor parte de las demás instrucciones que da, más sirven para explicar a otros las cosas ya sabidas o incluso, como el arte de Lulio, para hablar sin juicio de las ignoradas, que para aprenderlas. Y si bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos preceptos, hay, sin embargo, mezclados con ellos, tantos otros nocivos o superfluos, que separarlos es casi tan difícil como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol sin desbastar. Luego, en lo tocante al análisis de los antiguos y al álgebra de los modernos, aparte de que no se refieren sino a muy abstractas materias, que no parecen ser de ningún uso, el primero está siempre tan constreñido a considerar las figuras, que no puede ejercitar el entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la segunda, tanto se han sujetado sus cultivadores a ciertas reglas y a ciertas cifras, que han hecho de ella un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio, en lugar de una ciencia que lo cultive. Por todo lo cual, pensé que había que buscar algún otro método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo sus defectos.

3.

Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios, siendo un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas, así también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes, supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de observarlos una vez siquiera:

4.

Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.

5.

El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en cuantas partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.

6.

El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.

7.

Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.

8.

Esas largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles de conocer; y considerando que, entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han examinado, aun cuando no esperaba sacar de aquí ninguna otra utilidad, sino acostumbrar mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con falsas razones. Mas no por eso concebí el propósito de procurar aprender todas las ciencias particulares denominadas comúnmente matemáticas, y viendo que, aunque sus objetos son diferentes, todas, sin embargo, coinciden en que no consideran sino las varias relaciones o proporciones que se encuentran en los tales objetos, pensé que más valía limitarse a examinar esas proporciones en general, suponiéndolas solo en aquellos asuntos que sirviesen para hacerme más fácil su conocimiento y hasta no sujetándolas a ellos de ninguna manera, para poder después aplicarlas tanto más libremente a todos los demás a que pudieran convenir. Luego advertí que, para conocerlas, tendría a veces necesidad de considerar cada una de ellas en particular, y otras veces, tan solo retener o comprender varias juntas, y pensé que, para considerarlas mejor en particular, debía suponerlas en líneas, porque no encontraba nada más simple y que más distintamente pudiera yo representar a mi imaginación y mis sentidos; pero que, para retener o comprender varias juntas, era necesario que las explicase en algunas cifras, las más cortas que fuera posible; y que, por este medio, tomaba lo mejor que hay en el análisis geométrico y en el álgebra, y corregía así todos los defectos de una por el otro.

9.

Y, efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observación de los pocos preceptos por mí elegidos, me dio tanta facilidad para desenmarañar todas las cuestiones de que tratan esas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples y generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla que me servía luego para encontrar otras, no sólo conseguí resolver varias cuestiones, que antes había considerado como muy difíciles, sino que hasta me pareció también, hacia el final, que, incluso en las que ignoraba, podría determinar por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo cual, acaso no me acusaréis de excesiva vanidad si consideráis que, supuesto que no hay sino una verdad en cada cosa, el que la encuentra sabe todo lo que se puede saber de ella; y que, por ejemplo, un niño que sabe aritmética y hace una suma conforme a las reglas, puede estar seguro de haber hallado, acerca de la suma que examinaba, todo cuanto el humano ingenio pueda hallar; porque al fin y al cabo el método que ensena a seguir el orden verdadero y a recontar exactamente las circunstancias todas de lo que se busca, contiene todo lo que confiere certidumbre a las reglas de la aritmética.

10.

Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía la seguridad de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, por lo menos lo mejor que fuera en mi poder. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi espíritu se iba acostumbrando poco a poco a concebir los objetos con mayor claridad y distinción y que, no habiéndolo sujetado a ninguna materia particular, prometíame aplicarlo con igual fruto a las dificultades de las otras ciencias, como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me atreví a empezar luego a examinar todas las que se presentaban, pues eso mismo fuera contrario al orden que el método prescribe; pero habiendo advertido que los principios de las ciencias tenían que estar todos tomados de la filosofía, en la que aun no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que ante todo era preciso procurar establecer algunos de esta clase y, siendo esto la cosa más importante del mundo y en la que son más de temer la precipitación y la prevención, creí que no debía acometer la empresa antes de haber llegado a más madura edad que la de veintitrés años, que entonces tenía, y de haber dedicado buen espacio de tiempo a prepararme, desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones a que había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo también acopio de experiencias varias, que fueran después la materia de mis razonamientos y, por último, ejercitándome sin cesar en el método que me había prescrito, para afianzarlo mejor en mi espíritu.
Según la versión de Manuel García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1954
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DESCARTES-MEDITACIONES

Meditaciones metafísicas - Segunda meditación




Segunda meditación.
De la naturaleza de la mente humana: que es más fácil de conocer que el cuerpo

1.

La meditación que hice ayer me ha llenado la mente de tantas dudas que, en adelante, ya no está en mi poder olvidarlas. Y sin embargo no veo de qué modo podría resolverlas; así, como si hubiera caído de repente en aguas muy profundas, me encuentro tan sorprendido que ni puedo asegurar mis pies en el fondo ni nadar para mantenerme en la superficie. No obstante, me esforzaré y seguiré, sin desviarme, el mismo camino por el que había transitado ayer, alejándome de todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, al igual que haría si supiese que es absolutamente falso; y continuaré siempre por este camino hasta que encuentre algo cierto o, por lo menos, si no puedo hacer otra cosa, hasta que haya comprendido con certeza que no hay nada cierto en el mundo. Arquímedes, para mover el globo terrestre de su lugar y llevarlo a otro, sólo pedía un punto de apoyo firme y seguro. Del mismo modo podría yo concebir grandes esperanzas si fuera lo bastante afortunado como para encontrar una sola cosa que fuera cierta e indudable.

2.

Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; y me persuado de que jamás ha existido nada de todo aquello que mi memoria, llena de mentiras, me representa; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son más que ficciones de mi mente. ¿Qué es, pues, lo que podrá estimarse verdadero? Quizá ninguna otra cosa excepto que no hay nada cierto en el mundo.

3.

Pero ¿y yo qué se si no hay ninguna otra cosa diferente de las que acabo de considerar inciertas y de la que no pueda tener la menor duda? ¿No hay algún Dios o cualquier otro poder que me ponga en la mente estos pensamientos? Eso no es necesario, ya que quizás sea yo capaz de producirlos por mi mismo. Yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tuviese sentidos o cuerpo alguno. Dudo, sin embargo, pues ¿qué se sigue de ello? ¿Dependo hasta tal punto de mi cuerpo y de mis sentidos que no pueda ser sin ellos? Pero me he persuadido de que no había absolutamente nada en el mundo: ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos; ¿no me he persuadido, pues, de que yo no existía? No, ciertamente, probablemente exista, si me he persuadido, o solamente si he pensado algo. Pero hay un no se quién engañador, muy poderoso y muy astuto, que emplea toda su industria en que me engañe siempre. No hay pues duda alguna de que existo, si me engaña; y que me engañe tanto como quiera, que nunca podría hacer que yo no fuera nada mientras yo pensara ser algo. De modo que, tras haberlo pensado bien y haber examinado cuidadosamente todas las cosas, hay que concluir finalmente y tener por constante que esta proposición: "Soy, existo" es necesariamente verdadera todas las veces que la pronuncio o que la concibo en mi mente.

4.

Pero no conozco aún con suficiente claridad lo que soy yo, que estoy seguro de que existo; de modo que, en adelante, es necesario que me mantenga cuidadosamente alerta para no tomar imprudentemente cualquier otra cosa por mi y, así, no confundirme en absoluto con este conocimiento, que sostengo que es más cierto y más evidente que todos los que he tenido hasta el presente. Por ello consideraré directamente lo que creía ser antes de que me adentrase en estos últimos pensamientos; y cercenaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede ser combatido por las razones ya alegadas, de modo que no quede precisamente nada más que lo que es enteramente indudable.

5.

¿Qué es, pues, lo que he creído ser antes? Sin dificultad, he pensado que era un hombre. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No ciertamente, ya que tendría que investigar después lo que es un animal y lo que es racional y así, de una sola cuestión, caeríamos irremisiblemente en una infinidad de otras más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar el poco tiempo y el ocio que me queda empleándolos en desembrollar semejantes sutilezas. Me detendré, más bien, en considerar aquí los pensamientos que surgían antes por sí mismos en mi mente y que estaban inspirados sólo en mi naturaleza, cuando me aplicaba a la consideración de mi ser. Me consideraba, en primer lugar, como teniendo un rostro, manos, brazos y toda esa maquinaria compuesta de huesos y carne, tal como se muestra en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Además de eso, consideraba que me alimentaba, que caminaba, que sentía y que pensaba, y atribuía todas esas acciones al alma; pero no me detenía, en absoluto, a pensar lo que era este alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era alguna cosa extremadamente rara y sutil, como un viento, una llama o un aire muy dilatado, que penetraba y se extendía por mis partes más groseras. Por lo que respecta al cuerpo, no dudaba de ningún modo de su naturaleza; ya que pensaba conocerlo muy distintamente y, si lo hubiera querido explicar según las nociones que tenía de él, lo hubiera descrito de este modo: por cuerpo entiendo todo lo que puede ser delimitado por alguna figura; que puede estar contenido en algún lugar y llenar un espacio, de tal modo que cualquier otro cuerpo quede excluido de él; que puede ser sentido, o por el tacto, o por la vista, o por el oído, o por el gusto, o por el olfato; que puede ser movido de distintas maneras, no por sí mismo, sino por alguna cosa externa por la que sea afectado y de la que reciba el impulso. Ya que, si tuviera en sí el poder de moverse, de sentir y de pensar, no creo en absoluto que se le debieran atribuir estas excelencias a la naturaleza corporal; al contrario, me extrañaría mucho ver que semejantes capacidades se encontraran en ciertos cuerpos.

6.

Pero yo ¿qué soy, ahora que supongo que hay alguien que es extremadamente poderoso y, si me atrevo a decirlo, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas y toda su industria en engañarme? ¿Puedo estar seguro de tener la menor de todas esas cosas que acabo de atribuir a la naturaleza corporal? Me paro a pensar en ello con atención, recorro y repaso todas esas cosas en mi mente y no encuentro ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me detenga a enumerarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay algunos que estén en mí. Los primeros son alimentarse y caminar; pero si es cierto que no tengo cuerpo también lo es que no puedo caminar ni alimentarme. Otro es sentir, pero tampoco se puede sentir sin el cuerpo, además de que, anteriormente, he creído sentir varias veces cosas durante el sueño que, al despertarme, he reconocido no haber sentido en absoluto realmente. Otro es pensar; y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece: es el único que no puede ser separado de mí. "Soy, existo": esto es cierto; pero ¿durante cuanto tiempo? A saber: tanto tiempo mientras piense; ya que, quizás, podría ocurrir que si cesara de pensar cesaría al mismo tiempo de ser o de existir. No admito ahora, pues, nada que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues, hablando con precisión, más que una cosa que piensa, es decir, una mente, un entendimiento o una razón, que son términos cuyo significado anteriormente me era desconocido. Ahora bien, yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa.

7.

¿Y qué más? Volveré a azuzar mi imaginación para investigar si no soy algo más. No soy, en absoluto, este ensamblaje de miembros que llamamos cuerpo humano; tampoco soy un aire separado y penetrante extendido por todos esos miembros; tampoco soy un viento, un aliento, un vapor, ni nada de todo lo que puedo fingir e imaginar, ya que he supuesto que todos eso no era nada y, sin modificar esta suposición, considero que no deja de ser cierto que soy algo. Pero ¿puede ocurrir que todas esas cosas que supongo que no son nada, porque me son desconocidas, no sean en efecto distintas de mi, que conozco? No lo se; ahora no discuto este tema; sólo puedo juzgar las cosas que me son conocidas: he reconocido que era e investigo lo que soy, yo, que he reconocido que existo. Ahora bien, es muy cierto que esta noción y conocimiento de mí mismo, considerada precisamente así, no depende en absoluto de las cosas cuya existencia todavía no me es conocida; ni, en consecuencia, con mayor motivo, de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E incluso los términos fingir e imaginar me advierten de mi error, ya que fingiría, en efecto, si imaginara ser alguna cosa, ya que imaginar no es otra cosa que contemplar la figura o la imagen de una cosa corporal. Ahora bien, ya se ciertamente que soy, y que en conjunto se puede hacer que todas aquellas imágenes, y generalmente todas las cosas que se remiten a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños o quimeras. De lo que se sigue que veo claramente que tendría tan poca razón al decir: azuzaré mi imaginación para conocer más distintamente lo que soy, como la que tendría si dijera: ahora estoy despierto y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún bastante claramente, me dormiré deliberadamente para que mis sueños me representen eso mismo con más verdad y evidencia. Y así reconozco ciertamente que nada de todo lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece a este conocimiento que tengo de mí mismo, y que es necesario alejar y desviar a la mente de esta manera de concebir, para que pueda ella misma reconocer distintamente su naturaleza.

8.

¿Qué es, pues, lo que soy? Una cosa que piensa. ¿Y qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina, también, y que siente.

9.

Ciertamente no es poco, si todas esas cosas pertenecen a mi naturaleza. ¿Pero por qué no iban a pertenecerle? ¿No sigo siendo yo ese mismo que duda de casi todo, aunque entiende y concibe algunas cosas, que asegura y afirma que sólo estas son verdaderas, que niega todas las demás, que quiere y desea conocer más, que no quiere ser engañado, que imagina otras muchas cosas, a veces incluso a pesar de lo que tenga, y que siente muchas otras, como por medio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo en todo ello que no sea tan verdadero como lo es que yo soy, y que yo existo, incluso aunque durmiera siempre y aunque quien me ha dado el ser utilizara todas sus fuerzas para confundirme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda ser distinguido de mi pensamiento, o del que se pueda decir que está separado de mí mismo? Ya que es de por sí evidente que soy yo quien duda, quien entiende y quien desea, que no es necesario añadir nada para explicarlo. Y tengo también ciertamente el poder de imaginar, ya que, aunque pueda ocurrir (como he supuesto anteriormente) que las cosas que imagino no sean verdaderas, este poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, no obstante, y forma parte de mi pensamiento. En fin, yo soy el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como por los órganos de los sentidos, ya que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Pero me diréis que esas apariencias son falsas y que duermo. Bueno, aceptémoslo así; de todos modos por lo menos es cierto que me parece que veo, que oigo y que entro en calor; y es eso lo que propiamente para mí se llama sentir, lo que, tomado así precisamente, no es otra cosa que pensar.

10.

Por donde empiezo a conocer lo que soy con un poco más de claridad y distinción que anteriormente. Pero no puedo impedirme creer que las cosas corporales, cuyas imágenes se forman en mi pensamiento, y que pertenecen a los sentidos, no sean conocidas más distintamente que esa no se qué parte de mí mismo que no pertenece en absoluto a la imaginación: aunque sea una cosa bien extraña, en efecto, que las cosas que encuentro dudosas y alejadas sean más claramente y más fácilmente conocidas por mí que las que son verdaderas y ciertas y que pertenecen a mi propia naturaleza. Pero veo lo que ocurre: mi mente se complace en extraviarse y aún no puede mantenerse en los justos límites de la verdad. Aflojémosle, pues, un poco más las riendas, a fin de que, volviendo a tirar de ellas suave y adecuadamente, podamos regularla y conducirla más fácilmente.

11.

Empecemos por la consideración de las cosas más comunes, y que creemos comprender más distintamente, a saber, los cuerpos que tocamos y vemos. No hablo aquí de los cuerpos en general, ya que esa nociones generales son con frecuencia más confusas, sino de algún cuerpo en particular. Tomemos, por ejemplo, este trozo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: todavía no ha perdido la dulzura de la miel que contenía, todavía retiene algo del olor de las flores de las que se ha recogido; su color, su figura, su tamaño, son manifiestos; es duro, está frío, se puede tocar y, si lo golpeamos, producirá algún sonido. En fin, todas las cosas que pueden distintamente permitirnos conocer un cuerpo se encuentran en él. Pero he aquí que, mientras hablo, lo acercamos al fuego: lo que quedaba de su sabor desaparece, el olor se desvanece, su color cambia, pierde su figura, aumenta su tamaño, se licúa, se calienta, apenas podemos tocarlo y, aunque lo golpeemos, no producirá ningún sonido. ¿La misma cera permanece tras este cambio? Hay que confesar que permanece y nadie lo puede negar. ¿Qué es, pues, lo que se conocía de ese trozo de cera con tanta distinción? Ciertamente, no puede ser nada de todo lo que he indicado por medio de los sentidos, ya que todas las cosas que caían bajo el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído, han cambiado, y sin embargo la misma cera permanece.

12.

Quizás era lo que pienso ahora, a saber, que la cera no era ni esa dulzura de la miel, ni ese agradable olor de las flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido, sino solamente un cuerpo que antes me aparecía bajo esas formas y que ahora se hace notar bajo otras. Pero ¿qué es lo que, propiamente hablando, imagino, cuando la concibo de esta manera? Considerémoslo atentamente y, separando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos lo que queda. Ciertamente no queda nada sino algo extenso, flexible y mutable. Ahora bien ¿qué es esto: flexible y mutable? ¿No es que imagino que esta cera, siendo redonda, es capaz de convertirse en cuadrada, y de pasar del cuadrado a una figura triangular? No, ciertamente no es esto, ya que la concibo como capaz de recibir una infinidad de cambios semejantes, y no podría recorrer esta infinidad con mi imaginación y, en consecuencia, esta concepción que tengo de la cera, no procede de la facultad de imaginar. ¿Qué es, ahora, esa extensión? ¿No es también desconocida, puesto que en la cera que se derrite, aumenta, y se hace aún más grande cuando está completamente derretida, y mucho más aún a medida que aumenta el calor? Y no concebiría claramente y según la verdad lo que es la cera, si no pensara que es capaz de recibir más variedades según la extensión de las que yo haya jamás imaginado. Tengo, pues, que estar de acuerdo, en que ni siquiera podría concebir lo que es esta cera mediante la imaginación, y que sólo mi entendimiento puede concebirlo; me refiero a este trozo de cera en particular, ya que por lo que respecta a la cera en general es aún más evidente. Ahora bien ¿qué es esta cera que sólo puede ser comprendida por el entendimiento o la mente? Ciertamente es la misma que veo, que toco, que imagino, y la misma que conocía desde el principio. Pero lo que hay que recalcar es que su percepción, o bien la acción por la que se la percibe, no es una visión, ni un contacto, ni una imaginación, y que nunca lo ha sido, aunque lo pareciera así anteriormente, sino solamente una inspección de la mente, que puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi atención se dirija más o menos a las cosas que están en ella y de las que ella está compuesta.

13.

No obstante, no podría sorprenderme demasiado al considerar cuanta debilidad hay en mi mente, ni de la inclinación que la lleva insensiblemente al error. Ya que, aunque en silencio, considero todo esto en mí mismo, las palabras, no obstante, me confunden, y me veo casi engañado por los términos del lenguaje ordinario: pues decimos que "vemos" la misma cera, si se nos la presenta, y no que "juzgamos" que es la misma, que tiene el mismo color y la misma figura; de donde casi concluiría que conocemos la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección de la mente, si no fuera que, por azar, veo desde la ventana hombres que pasan por la calle, a la vista de los cuales no dejo de decir que veo hombres, al igual que digo que veo la cera; y sin embargo ¿qué veo desde esta ventana sino sombreros y capas, que pueden cubrir espectros o imitaciones de hombres que se mueven mediante resortes? Pero juzgo que son verdaderos hombres, y así comprendo, por el solo poder de juzgar que reside en mi mente, lo que creía ver con mis ojos.

14.

Un hombre que intenta elevar su conocimiento más allá de lo común debe avergonzarse de encontrar ocasión de dudar a partir de las formas y términos de hablar del vulgo; prefiero ir más allá, y considerar si concebía con más evidencia y perfección lo que era la cera cuando la percibí por primera vez, creyendo conocerla por medio de los sentidos externos o, al menos, por el sentido común, tal como lo llaman, es decir, por el poder imaginativo, que como la concibo ahora, después de haber examinado con exactitud lo que es, y de qué forma puede ser conocida. Sería ridículo, ciertamente, poner esto en duda. Pues ¿qué había en esta primera percepción que fuese distinto y evidente, y que no pudiera caer del mismo modo bajo el sentido de cualquier animal? Pero cuando distingo la cera de sus formas exteriores y, como si la hubiera despojado de sus vestimentas, la considero completamente desnuda, aunque se pudiera encontrar aún algún error en mi juicio, ciertamente, no podría concebirla de este modo sin una mente humana.

15.

Pero, en fin, ¿qué diré de esta mente, es decir, de mí mismo? Pues hasta aquí no admito en mí ninguna otra cosa que una mente. ¿Qué diré de mí, yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera? ¿No me conozco a mí mismo, no sólo con tanta verdad y certeza sino aún con mucha más distinción y claridad? Ya que si juzgo que la cera es, o existe, porque la veo, se seguirá con mucha mayor evidencia que yo soy, o que existo yo mismo, por el hecho de que la veo. Porque podría ocurrir que lo que yo veo no sea, en efecto, cera; también podría ocurrir que yo no tuviera ojos para ver cosa alguna; pero no es posible que cuando yo veo o (lo que ya no distingo) cuando yo pienso que veo, que yo, que pienso, no sea algo. Igualmente, si pienso que la cera existe porque la toco, se volverá a seguir la misma cosa, a saber, que yo soy; y si lo considero así porque mi imaginación me persuade de ello, o por cualquier otra causa que sea, concluiré siempre la misma cosa. Y lo que he señalado aquí de la cera, puede aplicarse a todas las otras cosas que me son exteriores y que se encuentran fuera de mí. Ahora bien, si la noción o el conocimiento de la cera parece ser más claro y más distinto después de haber sido descubierta no sólo por la vista o por el tacto, sino también por muchas otras cosas ¿con cuanta mayor evidencia, distinción y claridad, debo conocerme a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban mucho más fácilmente y más evidentemente la naturaleza de mi mente? Y se encuentran además tantas otras cosas en la mente misma, que pueden contribuir a la aclaración de su naturaleza, que las que dependen del cuerpo, como estas, casi no merecen ser nombradas.

16.

Pero en fin, heme aquí insensiblemente vuelto a donde quería; ya que, puesto que hay una cosa que me es ahora conocida: que propiamente hablando no concebimos los cuerpos más que por la facultad de entender que está en nosotros, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos porque los veamos, o porque les toquemos, sino solo porque los concebimos por el pensamiento, conozco evidentemente que no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi mente. Pero, como es casi imposible deshacerse rápidamente de una antigua opinión, será bueno que me detenga un poco en ello, a fin de que, prolongando mi meditación, se imprima más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.
Según la versión de josé maría fouce, para "La Filosofía en el Bachillerato". Se sigue la traducción francesa de 1647, del duque de Luynes, que fue revisada y corregida por Descartes, quien introdujo variaciones sobre su propia versión latina de París de 1641, "para aclarar su propio pensamiento", según el testimonio de Baillet, biógrafo de Descartes.

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IMPORTANCIA DE LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS EN LA EDUCACIÓN-con humor!!!

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