domingo, 17 de noviembre de 2013

ARENDT¿QUÉ ES LA POLÍTICA?

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sábado, 9 de noviembre de 2013

PROGRAMA DE EXAMEN DE EPISTEMOLOGÍA

PROGRAMA DE EXAMEN DE EPISTEMOLOGÍA

*Concepto de Epistemología y Gnoseología
*Algunos problemas de la gnoseología: EL CONOCIMIENTO- Naturaleza-Posibilidad-Fuentes-Demarcación
*Importancia de la epistemología en la formación docente
*La evolución histórica de la razón: la relación saber-poder
                                                         las dicotomías de la razón
*Caracteres de las ciencias fácticas: evolución de la noción de objetividad
                                                         evolución de la noción de verdad
                                                         ¿el o los métodos? de la simplicidad a la complejidad
*El método general de las ciencias: la inducción y el hipotético-deductivismo
*Principales teorías acerca de la verdad: correspondencia-coherencia-consenso-borrosidad
*Las metáforas en ciencias : su función y evolución
*La ciencia y la tecnología: la sociedad de la información
*Ética y ciencia: responsabilidad del científico
                           la sociedad del riesgo
*Principales corrientes epistemológicas: Popper y Khun
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PROGRAMA

PROGRAMA DE EXAMEN DE FILOSOFÍA DE 6° AÑO.

1) Metafísica:


  • Aristóteles - libros I y II de "Metafísica"
  • Un problema metafísico -APARIENCIA Y REALIDAD: -PLATÓN (ALEGORÍA DE LA CAVERNA)
                                                                                                       -DESCARTES (MEDITACIÓN II)

2) Ética:
  • Ética y Moral - Sánchez Vázquez
  • Ética de Kant
  • Ética del Consumo - Adela Cortina
  • Ética del estudiante - Vaz Ferreira
  • Bioética   : autonomía-consentimiento informado
    ·                                                            Beneficencia
    ·                                                             No maleficencia
    ·                                                             Justicia
    ·                                       Análisis de casos (se estudiaron 3 casos )
3) Filosofía política:

  • Concepto e importancia
  • El pensamiento político en la Antigüedad, la Edad Media y la Modernidad
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sábado, 19 de octubre de 2013

LA HISTORIA DELAS COSAS

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miércoles, 9 de octubre de 2013

PARA REFLEXIONAR

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jueves, 3 de octubre de 2013

LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA

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domingo, 29 de septiembre de 2013

LA SOCIEDAD DEL RIESGO-Texto de Giddens










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"La lavadora ha cambiado más el mundo que internet"-HA JOON CHANG






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martes, 10 de septiembre de 2013

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domingo, 11 de agosto de 2013

GLOBALIZACIÓN

globalización
Prof. Zaida Montenegro
6° Año-Liceo Dptal.de Maldonado

Globalización:”tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales”(DRAE).
La globalización significa el surgimiento de instituciones supranacionales, cuyas decisiones inciden en las opciones de cualquier Estado-nación.
Las políticas educativas actuales superan las fronteras nacionales trasladándose de un país a otro  formas de organización, currículos y criterios evaluativos. Los centros educativos funcionan como “hologramas sociales”, son un todo en el que cada parte del mundo está presente, cada punto del holograma contiene la información del todo al cual pertenece, así cada institución educativa contiene información y experiencias provenientes del mundo:
“El centro escolar es una imagen  reconstruida de la sociedad y contiene efectos e influencias de la misma: cada agente escolar contiene información que, unida a la de otros agentes, ofrece información completa de la sociedad” (Aróstegui-Martínez,”Globalización, Posmodernidad y Educación”,Ed.Akal,Madrid,2008).
Globalizar las pautas educativas resuelve algunos problemas de la escolarización y permite implantar sistemas educativos que atienden a los sectores desfavorecidos, pero junto a eso se trasladan estrategias que aumentan los fracasos y las injusticias con la consiguiente marginación cultural de esos mismos sectores.
Se globaliza el currículo, internet es un medio muy poderoso de extensión de conocimientos y valores.
Los mercados de capital pasan a ser mercados globales reales pero no ocurre lo mismo con los mercados laborales, el libre movimiento de capital no ha sido acompañado del libre movimiento de personas, sólo unos pocos se mueven con libertad en esos espacios en tanto la gran mayoría queda excluida y no es recibida en muchos países cuando buscan mejores condiciones de trabajo.
EFECTO DIRECTO : de la globalización económica sobre la educación sería el desarrollo del mercado mundial que ubica a la educación como un bien de consumo cualquiera( que se compra y se vende)
EFECTO INDIRECTO: se vincula al desarrollo del lenguaje, el medio de comunicación elegido por los poderosos e impuesto a los sectores carentes de poder, adquieren importancia los idiomas supranacionales(fundamentalmente el inglés) que instalan la desigualdad lingüística discriminando a los hablantes de otros idiomas
La globalización es el proceso de mayor influencia en el desarrollo educativo actual; hasta ahora se identifica con políticas neoliberales que se intensifican desde la década del ’70 en parte por la expansión de las tecnologías de la información. El neoliberalismo es quien define el modelo económico actual que permite que un pequeño número de intereses privados controlen la vida social con el objetivo de maximizar los beneficios particulares. Los nuevos “amos del mundo”se encuentran en el capitalismo financiero:
“...las decisiones quedan en manos de un número reducido de personas que acaparan el poder económico, el político y el cultural”(op.cit.)
La globalización y la sociedad de la información son básicamente capitalistas y mantienen las desigualdades sociales producto del sistema económico.
Según datos del banco mundial: de 6000 millones de habitantes del planeta, 2800 millones viven con menos de un dólar diario...el ingreso medio de los 20 países más ricos es 37 veces mayor que el de las 20 naciones más pobres y esta brecha se duplicó en las últimas 4 décadas...actualmente hay 54 países más pobres que en 1990. Esta realidad deriva de la llamada “globalización desde arriba” como proceso protagonizado por grupos minoritarios (elites económicas, políticas y culturales) pero cuyas acciones afectan a todos.
En cuanto a la “globalización desde abajo”, se trata de un proceso que pretende incluir las voces de todas las personas a través de FOROS SOCIALES MUNDIALES y PROYECTOS EDUCATIVOS LOCALES. Esta iniciativa basada en la solidaridad permitió pasar de una etapa “anti” globalización a otra que emerge como alternativa comprometida en la lucha contra las desigualdades y que, como tal, requiere EDUCACIÓN ante la complejidad actual. Se trata de una globalización social que potencia la extensión de la democracia y los DDHH y atiende las demandas y necesidades comunes en diferentes sociedades:
“La globalización dialógica se refiere, pues, al desarrollo de una globalización social, es decir, de una globalización de la sociedad civil y de la acción colectiva que se basa en la defensa y lucha de los DDHH y de la democracia, y que utiliza el diálogo como procedimiento de trabajo, coordinación y toma de decisiones”(op.cit.,p.171)
Por eso es una globalización que se construye desde la participación, “desde abajo” siendo la solidaridad la fuente de integración  a diferencia de la globalización neoliberal cuyas fuentes de integración social es el dinero y el poder.
LOS ESPACIOS EDUCATIVOS son un punto de interacción entre diferentes identidades y fuente de respuesta a necesidades comunes ante los desafíos que plantea la globalización y sociedad de la información.
“Uno de los principales retos de la globalización actual es conseguir que en su desarrollo participen las personas y los colectivos que hasta ahora han quedado al margen de su construcción. Uno de los principales RETOS DE LA EDUCACIÓN en una época globalizada es ofrecer las herramientas necesarias para que todas las personas puedan participar plenamente en el desarrollo de la sociedad de la información. La realidad social que impulsa una globalización desde abajo se refleja en proyectos educativos cuyo planteamiento va más allá de la relación en el aula, contemplando y trabajando las necesidades educativas de una comunidad a partir de tres elementos clave:
·       Los movimientos sociales
·       El profesorado, el alumnado y los demás agentes sociales de la comunidad
·       La ciudadanía activa, construida desde la pluralidad de voces en una sociedad plural” (op.cit.,p.176-177)





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domingo, 28 de julio de 2013

FREIRE-POLÍTICA Y EDUCACIÓN

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martes, 23 de julio de 2013

EICHMAN EN JERUSALEM-ARENDT

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domingo, 21 de julio de 2013

MAQUIAVELO

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EDUCACIÓN Y CIUDADANÍA-SAVATER

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DEMOCRACIA-II

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DEMOCRACIA

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ENTREVISTA A EUGENIO MOYA

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sábado, 13 de julio de 2013

VERDAD Y PODER

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VERDAD-APARIENCIA-REALIDAD-II

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VERDAD-APARIENCIA-REALIDAD-I

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miércoles, 26 de junio de 2013

NAJMANOVICH- SOBRE OBJETIVIDAD Y GÈNERO




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sábado, 8 de junio de 2013

De "MIS IDEAS Y OPINIONES"-A. Einstein


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Delimitación de campo-Hernán Miguel



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domingo, 2 de junio de 2013

PLATÓN- CARTA VII

Platón: Carta VII
Me mandasteis una carta diciéndome que debía estar convencido de que vuestra manera
de pensar coincidía con la de Dión y que, precisamente por ello, me invitabais a que
colaborara con vosotros en la medida de lo posible, tanto con palabras como con
hechos. Pues bien, en lo que a mí se refiere, yo estoy de acuerdo en colaborar si,
efectivamente, tenéis las mismas ideas y las mismas aspiraciones que él, pero, de no ser
así, tendré que pensármelo muchas veces. Yo podría hablar de sus pensamientos y de
sus proyectos, no por mera conjetura, sino con perfecto conocimiento de causa. En
efecto, cuando yo llegué por primera vez a Siracusa, tenía cerca de cuarenta años; Dión
tenía la edad que ahora tiene Hiparino, y las convicciones que tenía entonces no dejó de
mantenerlas durante toda su vida: creía que los siracusanos debían ser libres y debían
regirse por las leyes mejores, de modo que no es nada sorprendente que algún dios haya
hecho coincidir sus ideales políticos con los de aquél. Merece la pena que tanto los
jóvenes como los que no lo son se enteren del proceso de gestación de estos ideales; por
ello voy a intentar explicároslo desde el principio, ya que las circunstancias presentes
me dan ocasión para ello.
Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea
de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos, y las
circunstancias en que se me presentaba la situación de mi país eran las siguientes: al ser
acosado por muchos lados el régimen político entonces existente, se produjo una
revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un
hombres: once en la ciudad y diez en el Pireo (unos y otros encargados de la
administración pública en el ágora y en los asuntos municipales), mientras que treinta se
constituyeron con plenos poderes como autoridad suprema. Ocurría que algunos de
ellos eran parientes y conocidos míos y, en consecuencia, me invitaron al punto a
colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de
extrañar, dada mi juventud: yo creí que iban a gobernar la ciudad sacándola de un
régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención
en ver lo que podía conseguir. En realidad, lo que vi es que en poco tiempo hicieron
parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas, enviaron a mi querido y viejo
amigo Sócrates, de quien no tendría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más
justo de su época, para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y
lo condujera violentamente a su ejecución, con el fin evidente de hacerle cómplice de
sus actividades criminales tanto si quería como si no. Pero Sócrates no obedeció y se
arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues,
como decía, todas estas cosas y aun otras de la misma gravedad, me indigné y me
abstuve de las vergüenzas de aquella época. Poco tiempo después cayó el régimen de
los Treinta con todo su sistema político. Y otra vez, aunque con más tranquilidad, me
arrastró el deseo de dedicarme a la actividad política. Desde luego, también en aquella
situación, por tratarse de una época turbulenta, ocurrían muchas cosas indignantes, y no
es nada extraño que, en medio de una revolución, algunas personas se tomaran
venganzas excesivas de sus enemigos. Sin embargo, los que entonces se repatriaron se
comportaron con una gran moderación. Pero la casualidad quiso que algunos de los que
ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates, ya
citado, y presentaran contra él la acusación más inicua y más inmerecida: en efecto,
unos hicieron comparecer, acusado de impiedad, y otros condenaron y dieron muerte al
hombre que un día se negó a colaborar en la detención ilegal de un amigo de los
entonces desterrados, cuando ellos mismos sufrían la desgracia del exilio. Al observar
yo estas cosas y ver a los hombres que llevaban la política, así como las leyes y las costumbres, cuanto más atentamente lo estudiaba y más iba avanzando en edad, tanto
más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Por una parte, no me
parecía que pudiera hacerlo sin la ayuda de amigos y colaboradores de confianza, y no
era fácil encontrar a quienes lo fueran, ya que la ciudad ya no se regía según las
costumbres y usos de nuestros antepasados, y era imposible adquirir otros nuevos con
alguna facilidad. Por otra parte, tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban
corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran
entusiasmo para trabajar en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver
que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme. Sin embargo, no dejaba
de reflexionar sobre la posibilidad de mejorar la situación y, en consecuencia, todo el
sistema político, pero sí dejé de esperar continuamente las ocasiones para actuar, y al
final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su
legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices
circunstancias. Entonces me sentí obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía
verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el
terreno de la vida pública como en la privada. Por ello, no cesarán los males del género 
humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que 
ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos, gracias a un especial 
favor divino. 
Ésta es la manera de ver las cosas que yo tenía cuando llegué por primera vez a Italia y
a Sicilia. En aquella ocasión no me gustó en absoluto la clase de vida allí considerada
feliz, atiborrada de banquetes a la manera italiana y siracusana; hinchándose de comer
dos veces al día, no dormir nunca solo por la noche, y todo lo que acompaña a este
género de vida. Pues con tales costumbres no hay hombre bajo el cielo que, viviendo
esta clase de vida desde su niñez, pueda llegar a ser sensato (nadie podría tener una
naturaleza tan maravillosamente equilibrada): ni siquiera podría ser prudente, y, desde
luego, lo mismo podría decirse de las otras virtudes. Y ninguna ciudad podría
mantenerse tranquila bajo las leyes, cualesquiera que sean, con hombres convencidos de
que deben dilapidar todos sus bienes en excesos y que crean que deben permanecer
totalmente inactivos en todo lo que no sean banquetes, bebidas o esfuerzos en busca de
placeres amorosos. Forzosamente, tales ciudades nunca dejarán de cambiar de régimen
entre tiranías, oligarquías y democracias, y los que mandan en ellas ni soportarán
siquiera oír el nombre de un régimen político justo e igualitario.
Durante mi viaje a Siracusa, yo me hacía estas consideraciones, añadidas a las
anteriores, tal vez guiado por el destino. Parece, en efecto, que algún dios preparaba
entonces el principio de los sucesos que ahora han ocurrido, referentes a Dión y a
Siracusa y todavía pueden temerse males mayores en el caso de que no atendáis mis
instrucciones al actuar como consejero por segunda vez.
Pues bien, ¿cómo puedo decir que mi llegada a Sicilia fue el principio de todo lo que
ocurrió? Al entablar entonces yo relaciones con Dión, que era un joven, y explicarle en
mis conversaciones lo que me parecía mejor para los hombres, aconsejándole que lo
pusiera en práctica, es posible que no me diera cuenta de que de alguna manera estaba
preparando inconscientemente la futura caída de la tiranía. Porque Dión, que tenía una
gran facilidad para aprender en general, y la tuvo especialmente para las enseñanzas que
entonces recibió de mí, las asimiló con tanto interés y entusiasmo como ninguno de los
jóvenes con los que tuve relación y decidió llevar en adelante un género de vida distinto
al de la mayoría de los itálicos y sicilianos, dando mayor importancia a la virtud que al
placer y a cualquier otro tipo de sensualidad; por ello su vida se hizo odiosa,
especialmente para los que viven según las normas del régimen tiránico, hasta que se
produjo la muerte de Dionisio. Después de este suceso, se propuso no guardar sólo para él esta manera de pensar que había adquirido gracias a rectas enseñanzas, y al ver que
estos ideales también estaban arraigados en otras personas, no en muchas, desde luego,
pero sí en algunas, pensó que uno de ellos podría ser Dionisio con la colaboración de los
dioses, y consideró que, si ello ocurría, tanto su vida como la del resto de los
siracusanos llegaría a ser el colmo de la felicidad. Además de esto, pensó que yo debía
acudir a Siracusa a la mayor brevedad por todos los medios posibles, como colaborador
de estos planes, recordando con qué facilidad nuestras relaciones le habían llevado al
deseo de una vida más hermosa y más feliz. Y si esto mismo, tal como lo intentaba,
llegaba a conseguirse en Dionisio, tenía grandes esperanzas de que, sin matanzas ni
crímenes ni las desgracias que se han producido actualmente, llegaría a establecer en
todo el país una vida verdaderamente dichosa.
Con estas acertadas convicciones, Dión logró persuadir a Dionisio de que me mandara
llamar, y él personalmente me mandó un mensaje pidiéndome que acudiera a la mayor
brevedad, por cualquier procedimiento, antes de que otras personas que rodeaban a
Dionisio influyeran sobre él para apartarle hacia otro género de vida que no fuera
perfecto. Y me lo pedía con estas palabras, aunque tenga que extenderme demasiado:
«¿Qué ocasión mejor podemos esperar que esta que ahora se presenta por una especial
gracia divina?» Me describía el imperio de Italia y de Sicilia y su especial influencia en
él, hablaba de la juventud de Dionisio y de su especial interés por la filosofía y por la
educación, me decía asimismo que sus sobrinos y parientes se mostraban muy
inclinados hacia las doctrinas y sistema de vida que yo predicaba, y que eran los más
adecuados para atraer a Dionisio, de modo que más que nunca podría realizarse la
esperanza completa de que llegaran a coincidir en las mismas personas los filósofos y
los conductores de grandes ciudades. Éstas eran las exhortaciones que me dirigían y
otras muchas parecidas, pero el miedo se apoderaba de mis pensamientos respecto a los
jóvenes sobre lo que podría ocurrir algún día, pues sus ambiciones son volubles y
cambian con frecuencia en sentido contrario. En cambio, sabía que Dión tenía un
carácter naturalmente serio y que era de una edad ya madura . Por ello, al reflexionar
lleno de dudas sobre si debía ir o qué debía hacer, lo que hizo inclinar la balanza fue la
idea de que, si alguna vez había que intentar llevar a cabo las ideas pensadas acerca de
las leyes y la política, éste era el momento de intentarlo, pues si podía convencer
suficientemente a un solo hombre, habría conseguido la realización de toda clase de
bienes.
Con esta disposición de ánimo me aventuré a salir de mi patria, no por los motivos que
algunos imaginaban, sino porque estaba muy avergonzado ante mis propios ojos de que
pudiera parecer sin más únicamente como un charlatán de feria a quien no le gustaba
atenerse a la realidad de las cosas y que iba a arriesgarme a traicionar en primer lugar
los vínculos de hospitalidad y de amistad con Dión, en un momento en que se
encontraba en una situación realmente crítica. Ahora bien, si llegaba a ocurrirle algo, si
desterrado por Dionisio y por sus enemigos en general viniera a refugiarse a mí en su
destierro y me interpelara con estas palabras: «Platón, vengo a ti como exiliado, no
porque me faltaran hoplitas o fuerzas de caballería para defenderme contra mis
enemigos, sino discursos persuasivos, con los que yo sabía que tú mejor que nadie
puedes orientar a los jóvenes hacia el bien y la justicia y establecer entre ellos vínculos
de afecto y amistad. He carecido de ellos por tu culpa, y ahora he tenido que abandonar
Siracusa y me encuentro aquí. La vergüenza que supone para ti mi situación es lo de
menos, pero la filosofía, a la que estás continuamente ensalzando y que tú afirmas que
está despreciada por el resto de los hombres, ¿acaso no la has traicionado, juntamente
conmigo, en lo que de ti ha dependido? Porque si acaso hubiéramos vivido en Mégara,
seguro que habrías acudido a ayudarnos en lo que yo te hubiera pedido, o te habrías considerado el más miserable de los hombres. Pero, dada la realidad de las cosas,
¿piensas que poniendo como pretexto la duración del viaje, la importancia y penosidad
de la travesía va a librarte en el futuro de ser tenido como un cobarde? De ninguna
manera». Si se me dijeran estas palabras, ¿qué respuesta decente podría darle? Ninguna.
Por ello acudí, por motivos razonables y justos, en la medida en que pueden serlo los
humanos; abandoné por ello mis propias ocupaciones, que no eran baladíes, y fui a
ponerme a las órdenes de un régimen tiránico que no parecía adecuado ni a mis
enseñanzas ni a mi persona. Con mi viaje me liberé de responsabilidad ante Zeus
hospitalario y desempeñé irreprochablemente mi papel de filósofo, que habría sido
censurable si yo hubiera incurrido en una falta vergonzosa por ceder a las comodidades
y a la cobardía.
Al llegar, pues no hay que extenderse demasiado, me encontré con una situación llena
de intrigas en torno a Dionisio y de calumnias contra Dión ante el tirano. Le defendí en
la medida de mis fuerzas, pero mi influencia era pequeña, y a los tres meses
aproximadamente, acusó Dionisio a Dión de conspirar contra la tiranía, le hizo embarcar
a bordo de un barquichuelo y lo desterró ignominiosamente. Consecuentemente, todos
los amigos de Dión estábamos temerosos de que acusara y castigara a cualquiera como
cómplice de su conspiración. Concretamente en mi caso, incluso corrió el rumor en
Siracusa de que había muerto por orden de Dionisio, como responsable de todo lo que
había ocurrido entonces. Pero él, dándose cuenta de la situación de alarma en que nos
encontrábamos y temiendo que nuestros temores se tradujeran en hechos más graves,
intentaba captarnos con amabilidad, y, desde luego, a mí en particular me animaba, me
invitaba a tener confianza y me pedía insistentemente que me quedara. En efecto,
ocurría que, si yo lo abandonaba, no le hacía ningún favor, pero sí el quedarme, y
precisamente por eso fingía pedírmelo con todo interés. Pero ya sabemos que los ruegos
de los tiranos están mezclados con imposiciones: Dionisio tomó sus medidas para evitar
que me marchara, me hizo conducir a la acrópolis y alojarme allí, de donde ningún
capitán de barco habría podido sacarme, no ya contra la voluntad de Dionisio, sino a
menos que él lo ordenara personalmente enviando a alguien con mi permiso de salida.
Tampoco había un solo mercader ni funcionario encargado de la vigilancia de fronteras
que me hubiera sorprendido abandonando solo el país sin detenerme al momento y
conducirme de nuevo a la presencia de Dionisio, sobre todo cuando ya se había
difundido el rumor, completamente contrario al anterior, en el sentido de que Dionisio
tenía una extraordinaria estima hacia Platón. ¿Qué había de cierto en ello? Hay que
decir la verdad. Con el tiempo, él me iba estimando cada vez más, a medida que se iba
familiarizando con mi manera de ser y mi carácter, pero pretendía que yo lo elogiara
más que a Dión y que lo considerara mucho más amigo que a éste, v porfiaba
enormemente para conseguirlo. En cambio, recelaba en utilizar el procedimiento mejor
para ello, si es que había de llegar del mejor modo posible, es decir, convivir conmigo
como discípulo y oyente de mis razonamientos filosóficos, pues temía, según los
argumentos de los calumniadores, verse cogido en una trampa y que todo fuera obra de
Dión. Por mi parte, yo lo aguantaba todo, fiel a los planes que en un primer momento
me habían hecho acudir allí, pendiente de que sintiera el deseo de vivir de acuerdo con
la filosofía; pero prevaleció su resistencia.
Éstas fueron las vicisitudes entre las que transcurrió la primera época de mi viaje a
Sicilia y mi estancia en ella. Después de esto yo salí de la isla, pero tuve que volver de
nuevo ante las llamadas con la mayor insistencia, de Dionisio. Hasta qué punto fueron
razonables y justos los motivos por los que obré así y las actividades que realicé, os lo
explicaré posteriormente para responder a los que me preguntan qué me proponía
cuando volví por segunda vez, pero antes voy a aconsejaros sobre lo que debéis hacer a partir de los recientes acontecimientos para evitar que lo accesorio de mi relato se
convierta en el punto principal. Esto es lo que tengo que decir: el consejero de un
hombre enfermo, lo primero que tiene que hacer, si el enfermo sigue un régimen
perjudicial para su salud, es hacerle cambiar su género de vida; si el enfermo está
dispuesto a obedecerle, debe darle nuevas prescripciones, y, si se niega, yo consideraría
hombre de bien y un buen médico a quien no se prestase a nuevas consultas, mientras
que si persistiese, por el contrario, lo consideraría tan carente de hombría como de
ciencia. Lo mismo ocurre con la ciudad, tanto si tiene uno como si tiene muchos jefes.
Si caminando normalmente, por el camino recto de gobierno, solicita un consejo sobre
un punto útil, es propio de un hombre sensato dar consejo, pero si, por el contrario,
caminan enteramente fuera de un correcto gobierno y no están dispuestos en absoluto a
seguir sus huellas y previenen a su consejero que deje la constitución tranquila y que no
toque nada, bajo peligro de muerte si lo toca, y le ordena que aconseje sirviendo a sus
propias voluntades y caprichos, indicándoles por qué medio todo sería más fácil y más
cómodo y más expeditivo para siempre, yo al hombre que soportara tales consultas lo
tendría por un cobarde, y por hombre cabal al que no las tolerara. Teniendo yo esta
manera de pensar, cuando se me solicita consejo sobre un punto importante referente a
la propia vida, como, por ejemplo, la adquisición de bienes o el cuidado de su cuerpo o
su espíritu, si yo creo que su conducta habitual se ajusta a ciertas exigencias, o si pienso
que al aconsejarle yo estará dispuesto a someterse en las materias que me consulta, le
aconsejo de todo corazón y no me limito a librarme de él descargando mi conciencia.
Pero si no se me pide consejo en absoluto o salta a la vista que al aconsejar no me va a
obedecer, yo no me dirijo a esa persona por propia iniciativa para darle consejos y,
desde luego, no voy a coaccionarla, ni aunque se tratara de mi hijo. A mi esclavo sí le
daría consejos, y si se resistiera, se los impondría. Pero a un padre o a una madre no me
parece lícito coaccionarles, no siendo que estén afectados por una enfermedad mental, y
si ocurre que llevan un género de vida que les gusta a ellos y no a mí, no me parece
conveniente irritarlos inútilmente con reproches ni tampoco adularlos con mis elogios
para darles gusto, procurando facilitarles sus deseos que yo por mi parte no querría vivir
tratando de alcanzarlos. Precisamente con este criterio respecto a su propia ciudad debe
vivir el hombre sensato; si creyera que su ciudad no está bien gobernada, debe decirlo,
siempre que no vaya a hablar con ligereza o sin ponerse en peligro de muerte, pero no
debe emplear la violencia contra su patria para cambiar el régimen político cuando no se
pueda conseguir el mejor sino a costa de destierros y de muertes; debe mantenerse
tranquilo y rezar a los dioses por su propio bien y el del país.
Es, pues, de esta manera como yo podría daros consejos, y es así como se los di a
Dionisio de acuerdo con Dión: le recomendé ante todo que viviera cotidianamente de
modo que llegara a ser cada vez más dueño de sí mismo y consiguiera amigos y
camaradas fieles, para que no le ocurriera como a su padre, quien, después de adquirir
muchas grandes ciudades de Sicilia que habían sido devastadas por los bárbaros, no fue
capaz después de reorganizarlas, de establecer en ellas gobiernos de confianza formados
con partidarios suyos, elegidos entre extranjeros de cualquier procedencia o entre sus
hermanos, a quienes había criado él mismo porque eran más pequeños y a los que de
simples particulares había convertido en jefes y de pobres en hombres inmensamente
ricos. A ninguno de ellos consiguió convertirle en colaborador de su gobierno, a pesar
de sus esfuerzos mediante la persuasión, la información, los favores y los afectos
familiares. En este aspecto se mostró siete veces inferior a Darío, quien no se confió a
hermanos ni a personas criadas por él, sino únicamente a aliados de su victoria sobre el
eunuco medo, dividió su reino en siete partes, cada una de ellas mayor que toda Sicilia,
y encontró en ellos colaboradores fieles que ni le atacaron a él ni se atacaron entre sí. Dio con ello ejemplo de lo que debe ser un buen legislador y un buen rey, ya que,
gracias a las leyes que promulgó, conservó hasta nuestros días el imperio persa. Está
también el caso de los atenienses; ellos no colonizaron por sí mismos muchas de las
ciudades griegas invadidas por los bárbaros, sino que las ocuparon cuando todavía
estaban pobladas, a pesar de lo cual conservaron el dominio durante setenta años, ya que
habían conseguido hacerse partidarios en todas ellas. En cambio, Dionisio, que había
concentrado toda Sicilia en una sola ciudad y que por su engreimiento no se fiaba de
nadie, a duras penas pudo mantenerse, porque era pobre de amigos y de personas de
confianza, y no hay muestra más evidente de la virtud o maldad de un hombre que la
abundancia o escasez de tales personas. Éstos eran precisamente los consejos que le
dábamos a Dionisio Dión y yo, ya que por culpa de su padre le faltaba la sociabilidad
que proporciona la educación y la que emana de unas relaciones adecuadas; nosotros le
animábamos a que se interesara por hacerse otros amigos entre sus parientes y
camaradas de su misma edad que estuvieran de acuerdo entre sí para la adquisición de la
virtud, pero ante todo para que se pusiera de acuerdo consigo mismo, ya que tenía una
enorme necesidad de ello. No se lo decíamos así de claro (esto habría sido peligroso),
sino con palabras encubiertas, manteniendo firmemente que es así como un hombre
puede guardarse a sí mismo y a las personas a las que gobierna, mientras que el obrar de
otra manera consigue resultados totalmente opuestos; que siguiendo el camino que
nosotros le indicábamos y comportándose como un hombre reflexivo y sensato, si
reconstruía las ciudades devastadas de Sicilia y las asociaba entre ellas por medio de
leyes y constituciones, de modo que se estrechara su unión entre sí y con el propio
Dionisio para defenderse contra los bárbaros, podría no ya duplicar el imperio de su
padre, sino que en realidad lo multiplicaría. En efecto, si tal cosa ocurría, estaría mucho
más en condiciones de someter a los cartagineses de lo que se había hecho en tiempo de
Gelón, mientras que ahora su padre, por el contrario, se había visto obligado a pagar un
tributo a los bárbaros. Éstas eran las palabras y los consejos que nosotros le dábamos a
Dionisio cuando conspirábamos según los rumores que circulaban por muchas partes y
que, al encontrar acogida en Dionisio, provocaron el destierro de Dión y a nosotros nos
pusieron en estado de temor. Pero, para poner fin al relato de numerosos
acontecimientos que ocurrieron en poco tiempo, Dión volvió del Peloponeso y de
Atenas y dio a Dionisio una lección con los hechos. Pues bien, después de liberar su
ciudad y devolvérsela dos veces a los siracusanos, éstos tuvieron la misma reacción que
había tenido Dionisio cuando Dión intentaba educarle y hacer de él un rey digno del
mando, esforzándose para colaborar con él en una completa familiaridad de vida:
Dionisio prefirió hacer caso de los calumniadores que acusaban a Dión de atentar contra
la tiranía en todas sus actividades de aquella época, con la pretensión de que Dionisio,
dejando seducir su atención por la cultura, se desentendiera del gobierno y lo dejara en
sus manos, para usurparlo él con engaño y expulsar del poder a Dionisio. Estas
calumnias prevalecieron entonces y lo mismo ocurrió por segunda vez cuando se
difundieron en Siracusa: victoria, por lo demás, absurda y denigrante para sus autores.
De lo que ocurrió entonces deben enterarse los que reclaman mi ayuda en la situación
actual. Yo, un ateniense amigo de Dión y aliado suyo, me presenté ante el tirano para
convertir la discordia en amistad, pero sucumbí en mi lucha contra los calumniadores. Y
cuando Dionisio trató de convencerme con honores y riquezas para ponerme de su parte
y convertirme en testigo y amigo suyo para contribuir a darle buena apariencia al
destierro de Dión, todos sus esfuerzos fracasaron. Más tarde, al regresar Dión a su
patria, llevó consigo desde Atenas a dos hermanos, cuya amistad con él no procedía de
la filosofía, sino del compañerismo habitual propio de la mayoría de los amigos que
surge de los vínculos de hospitalidad o de las relaciones entre iniciados en los diversos grados de los misterios. Éstos fueron, efectivamente, los dos amigos que le
acompañaron en el regreso, que llegaron a ser camaradas suyos por los motivos ya
citados y por la ayuda que le prestaron para el viaje de vuelta. Y cuando llegaron a
Sicilia y se dieron cuenta de que los mismos sicilianos a los que había liberado le
acusaban calumniosamente de conspirar para convertirse en tirano, no sólo traicionaron
a su amigo y huésped, sino que, por así decirlo se convirtieron en autores materiales de
su asesinato, asistiendo y ayudando personalmente a los asesinos con las armas en la
mano. No quiero omitir esta acción vergonzosa y sacrílega, ni tampoco voy a volver
sobre ella, pues ya son muchos los que se han preocupado de repetirla y se encargarán
de hacerlo también en el futuro, pero rechazo terminantemente lo que se dice de los
atenienses, que estos dos individuos mancharon de infamia la ciudad; afirmo, en efecto,
que también fue ateniense el que nunca traicionó a Dión, aunque hubiera podido hacerlo
a cambio de recibir riquezas y toda clase de honores. Y es que no les unía una amistad
vulgar, sino una común educación liberal, que es en lo único en que debe confiar un
hombre sensato, más que en cualquier afinidad espiritual o física. De modo que no es
justo que los dos asesinos de Dión se conviertan en oprobio para la ciudad, como si
alguna vez hubieran sido hombres dignos de tenerse en cuenta.
He dicho todo esto para que sirva de advertencia a los amigos y parientes de Dión.
Sobre lo ya dicho, renuevo por tercera vez el mismo consejo con las mismas palabras a
vosotros, que sois los terceros en recibirlo: no sometáis Sicilia ni ninguna otra ciudad a
dueños absolutos —al menos ésa es mi opinión—, sino a las leyes, ya que ello no es
bueno ni para los que someten ni para los sometidos, ni para ellos ni para sus hijos, ni
para los descendientes de sus hijos. Es incluso una empresa absolutamente nefasta, y
sólo a los espíritus mezquinos y serviles les gusta rapiñar en semejantes ganancias,
gentes ignorantes por completo de lo bueno y de lo justo entre los hombres y los dioses,
tanto en lo que se refiere al porvenir como al presente. Es de esto de lo que primero
intenté convencer a Dión, en segundo lugar a Dionisio, y ahora, en tercer lugar, a
vosotros. Escuchadme pues, por amor a Zeus, tercer salvador, poniendo también la
mirada en Dionisio y Dión, el primero de los cuales no me escuchó y vive ahora
indignamente, y el segundo me hizo caso e y ha muerto con honra, pues a quien aspira
el soberano bien para sí y para la ciudad cualquier cosa que le ocurra es justo y bueno.
Ninguno de nosotros ha nacido inmortal, y si alguien llegara a serlo, no por ello sería
feliz, como piensa mucha gente, pues no hay mal ni bien digno de tal nombre para lo
que no tiene alma, sino que sólo puede darse en el alma, unida al cuerpo o separada.
Hay que creer verdaderamente y siempre en las antiguas y sagradas tradiciones que nos
revelan que el alma es inmortal, y que estará sometida a jueces y sufrirá terribles
castigos cuando se separe del cuerpo. Precisamente por ello debemos considerar como
un mal menor el ser víctimas de grandes crímenes o injusticias que el cometerlos. El
hombre ansioso de riquezas y pobre de espíritu no escucha estos razonamientos, y si los
oye, piensa que debe burlarse de ellos y se lanza sin pudor por todas partes, como un
animal salvaje, sobre todo lo que sea capaz de comer o de beber, o sobre lo que pueda
proporcionarle hasta la saciedad ese placer rastrero y burdo mal llamado amor. Está
ciego y no ve el mal tan grande unido a cada uno de sus delitos, la impiedad que
acompaña a sus latrocinios, impiedad que necesariamente debe arrastrar al delincuente
mientras ande dando vueltas por la tierra y cuando regrese a las moradas subterráneas,
en un viaje vergonzoso y miserable totalmente y en todas partes. Con estos
razonamientos y otros parecidos, yo trataba de convencer a Dión, y con toda justicia
podría indignarme contra los que lo mataron casi tanto como contra Dionisio pues entre
todos me causaron a mí el daño más grave, y podría decirse que a toda la humanidad:
los primeros, por haber dado muerte a un hombre que quería emplear la justicia; el segundo, por no querer utilizarla durante todo su reinado. Tenía el poder absoluto, y si
hubiera reunido realmente en una misma persona la filosofía y el poder, habría hecho
brillar entre todos los griegos y bárbaros y habría implantado suficientemente entre
otros la recta opinión de que no hay ciudad ni individuo que puedan ser felices sin llevar
una vida de sabiduría bajo las normas de la justicia, ya porque posean estas virtudes por
sí mismos, ya porque hayan sido criados y educados debidamente en las costumbres de
piadosos maestros. Éste es el daño que causó Dionisio. Todos los demás cuentan poco
para mí al lado de éste. Y en cuanto al asesino de Dión, sin darse cuenta ha hecho
exactamente lo mismo que Dionisio. Porque yo tengo la completa certeza, hasta donde
un hombre puede responder de otro, de que Dión, si hubiera alcanzado el poder, no lo
habría orientado a otras normas de gobierno que las siguientes: en primer lugar, habría
liberado de la esclavitud a Siracusa, su patria, la habría revestido radiantemente de
mujer libre; a continuación, habría puesto todos los medios posibles para dotar a los
ciudadanos de las leyes mejores y más adecuadas, y luego se habría interesado en la
tarea de repoblar Sicilia entera y liberarla de los bárbaros, expulsando a unos y
sometiendo a otros con más facilidad que Hierón. Y una vez que esto se hubiera
convertido en realidad gracias a un hombre justo y valeroso, al mismo tiempo que
sensato y filósofo, habría nacido en la generalidad de las gentes la misma opinión sobre
la virtud que, si me hubiera hecho caso Dionisio, se habría extendido entre todos, por
así decirlo, y los habría salvado. Pero, en realidad, algún demonio, algún espíritu
maligno irrumpió con el desprecio a la ley, con el ateísmo y, lo que es peor, con la
audacia que nace de la ignorancia en la que echan raíces todos los males, y crecen y a
continuación producen un fruto amarguísimo a quienes los engendraron; esta ignorancia
fue la que por segunda vez lo arruinó y lo destruyó todo.
Pero ahora debemos pronunciar palabras de buen agüero, para evitar esta tercera vez los
presagios. No por ello voy a dejar de aconsejaros a vosotros, sus amigos, que imitéis a
Dión, tanto en su amor a la patria como la sensatez de su vida, y que procuréis cumplir
sus deseos con mejores auspicios; cuáles eran dichos deseos me lo habéis oído decir con
toda claridad. Y si alguno no es capaz de vivir a la manera dórica de acuerdo con las
costumbres tradicionales, sino que aspira a seguir el género de vida de los asesinos de
Dión y las costumbres sicilianas, no pidáis su colaboración ni penséis que puede actuar
alguna vez con lealtad y honradez. Invitad, en cambio, a los demás a colaborar en la
colonización de toda Sicilia y en el establecimiento de una legislación igual y común
para todos, tanto si proceden de la misma Sicilia como si vienen de cualquier región del
Peloponeso. Y no temáis tampoco a Atenas, pues también allí hay personas que
destacan sobre todos en virtud y aborrecen a los osados asesinos de sus huéspedes. Y si
esta situación se retrasara, mientras de hecho os están apremiando las continuas
sediciones y discordias de todas clases que surgen a diario, toda persona dotada del más
pequeño sentido de la rectitud por algún designio divino tiene que darse cuenta de que
los males de las guerras civiles no terminarán hasta que los vencedores dejen de
vengarse con batallas, exilios y matanzas y de lanzarse al castigo de sus enemigos; hasta
que se controlen a sí mismos y establezcan leyes imparciales, tan favorables para ellos
como para los vencidos y les obliguen a cumplir dichas leyes mediante dos sistemas de
coacción: el respeto y el temor. El temor, demostrando la superioridad de su fuerza
material; el respeto, presentándose como personas que dominan sus pasiones y prefieren
estar al servicio de las leyes y pueden hacerlo. De otra forma no es posible que algún día
cesen los males de una ciudad en la que reina la guerra civil, sino que las discordias,
odios, enemistades y traiciones suelen darse continuamente en el interior de las ciudades
que se encuentran en tal situación . Por ello, los vencedores en cada caso, si realmente
desean la salvación del Estado, ¿deben elegir entre ellos mismos a los griegos de los que tengan mejores informes, ante todo hombres de edad madura, que tengan en su casa
mujeres e hijos y cuyos ascendientes conocidos sean lo más numerosos posible y con
buena reputación, y que todos tengan fortuna suficiente. (Si la ciudad tiene diez mil
habitantes, será suficiente con cincuenta hombres que reúnan estas condiciones). A estas
personas hay que atraerlas a base de ruegos y promesas de los máximos honores para
que salgan de sus casas, y luego hay que suplicarles y ordenarles, previa prestación de
juramento, que promulguen leyes que no den más ventajas ni a vencedores ni a
vencidos, sino que establezcan la igualdad de derechos para toda la ciudad. Todo
depende, efectivamente, de esto, del establecimiento de las leyes. Porque si los
vencedores se muestran más sometidos a las leyes que los vencidos, todo será bienestar
y felicidad y la ciudad quedará liberada de males; en caso contrario, no pidáis mi
colaboración ni la de nadie para colaborar con los que no atienden los presentes
consejos. Todo esto, en efecto, guarda una estrecha afinidad con lo que Dión y yo
intentamos, empujados por nuestro afecto hacia Siracusa, llevar a cabo en la segunda
tentativa a cabo ahora más felizmente, con buena suerte y la ayuda divina.
Éstos son, pues, mis consejos y recomendaciones, así como el relato de mi primer viaje
a la corte de Dionisio. En cuanto a mi segunda marcha y mi segunda travesía, las
personas a las que esto interese podrán enterarse de hasta qué punto fue lógico y
conveniente. El primer período de mi estancia en Sicilia se desarrolló, tal como ya
expliqué, antes de exponer mis consejos a los parientes y amigos de Dión. A
continuación, yo intenté convencer a Dionisio como pude para que me dejara marchar, y
ambos nos pusimos de acuerdo para cuando se restableciera la paz, pues entonces había
guerra en Sicilia. Dionisio aseguró que nos mandaría llamar, a Dión y a mí, una vez que
hubiera reforzado su gobierno de modo más seguro para él, y el pidió a Dión que no
considerara como un destierro lo que le había ocurrido en aquella ocasión, sino como un
cambio de residencia. Por mi parte, convine en regresar en estas condiciones. Cuando se
restableció la paz, me mandó llamar a mí, pero le dijo a Dión que esperara un año más,
mientras que a mí me pidió que acudiera a toda costa. Dión, por su parte, me empujaba
y me pedía que zarpara; corrían, en efecto, insistentes rumores procedentes de Sicilia
dando a entender que Dionisio había sentido de nuevo entonces un extraordinario
entusiasmo por la filosofía, motivo por el cual me rogaba Dión insistentemente que no
desatendiera la llamada. Por mi parte, yo sabía que con frecuencia los jóvenes pasan por
situaciones parecidas respecto a la filosofía, a pesar de lo cual pensé que era más seguro
dejar de lado de momento a Dión y a Dionisio, y ambos se ofendieron conmigo cuando
les respondí que ya me encontraba viejo y que nada de lo que se había hecho coincidía
con nuestros acuerdos. Al parecer, fue a continuación de esto cuando Arquitas llegó
ante Dionisio (ya que, antes de marcharme, yo había establecido relaciones de amistad y
hospitalidad entre Arquitas, los tarentinos y Dionisio); había también en Siracusa otras
personas que habían recibido algunas enseñanzas de Dión y otros que las habían
recibido de éstos, todos ellos atiborrados de ideas filosóficas mal entendidas. Yo pienso
que estos intentaron discutir estas ideas con Dionisio convencidos de que éste había
aprendido de mí todas mis ideas filosóficas. Pero él, a quien la naturaleza no había
negado por completo la facultad de aprender, era muy vanidoso. Por ello seguramente le
gustaban tales rumores y le daba vergüenza poner en evidencia que no había aprendido
nada durante mi estancia allí. De ahí le entró el deseo de un aprendizaje más completo,
al mismo tiempo que le impulsaba a ello la vanidad. Las razones por las que no había
seguido mis lecciones durante mi primera visita las detallé en el relato que hice
anteriormente. Pues bien, después de regresar felizmente a mi patria y negarme a
responder a su segunda llamada, como acabo de referir, me parece que Dionisio se
sintió muy resentido en su amor propio, temiendo que algunos pudieran pensar que yo le despreciaba después de haber tenido ocasión de experimentar su manera de ser, su
carácter y su género de vida, y que, disgustado por ello, no quería volver a su lado.
Ahora bien, es justo que yo diga la verdad y que acepte que alguien, después de
conocerse los hechos, desprecie mi filosofía y estime la sensatez del tirano. En efecto,
Dionisio me invitó por tercera vez y me envió una trirreme para facilitarme el viaje;
envió también a Arquedemo, el hombre de quien él pensaba que yo hacía más caso de
toda Sicilia, uno de los discípulos de Arquitas, y a otros sicilianos conocidos míos.
Todos ellos me traían la misma noticia, que Dionisio había progresado
extraordinariamente en filosofía. Me escribió también una carta muy larga, conociendo
bien mi posición respecto a Dión y el interés de éste en que yo embarcara y me dirigiera
a Siracusa. La carta había sido redactada teniendo en cuenta todos estos datos; tenía este
comienzo y decía más o menos lo siguiente: «Dionisio a Platón»; luego venían las
fórmulas habituales de cumplido y añadía sin más preámbulo: «En el caso de que te
dejes convencer por mí y vengas ahora a Sicilia, en primer lugar los asuntos de Dión se
resolverán de la forma que tú desees; estoy seguro de que tus deseos serán razonables y
yo estaré de acuerdo con ellos. Pero de no ser así, ninguna de las cosas referentes a
Dión, a sus asuntos en general o a su propia persona, se resolverá a tu gusto». Con estos
términos se expresaba; sería largo e inoportuno citar el resto. También me llegaron otras
cartas de Arquitas y de los tarentinos, haciendo grandes elogios de la filosofía de
Dionisio y añadiendo que, si yo no acudía entonces, echaría a perder por completo la
amistad que gracias a mí se había establecido entre ellos y Dionisio y que era de gran
importancia para el desarrollo político. Tales eran, en efecto, los términos de la
invitación que se me hizo en aquella ocasión: los amigos de Sicilia y de Italia trataban
de arrastrarme, los de Atenas trataban de echarme materialmente casi con sus ruegos y
de nuevo se repetía la misma consigna: no hay que traicionar a Dión ni a los huéspedes
y amigos de Tarento. En mí mismo se mantenía la idea de que no tenía nada de extraño
que un hombre joven, con buena capacidad para aprender, oyendo hablar continuamente
de temas elevados, sintiera un amor apasionado por la vida perfecta. Por ello se hacía
preciso comprobar cuidadosamente lo que efectivamente había de cierto en un sentido u
otro, no eludir en modo alguno la cuestión ni asumir la responsabilidad de lo que sería
verdaderamente una gran ofensa. O si es que efectivamente se había dicho con este
rumor la verdad. Me puse en camino, ofuscado con estos razonamientos, con muchas
aprensiones porque al parecer los oráculos no eran muy favorables. Llegué, pues, y a
Zeus Salvador ofrezco la tercera copa, ya que en esto al menos tuve realmente éxito:
volví felizmente sano y salvo, y esto tengo que agradecérselo, después de los dioses, a
Dionisio, pues cuando había muchos que deseaban mi muerte, él lo impidió y mostró
cierto pudor ante mis asuntos.
A mi llegada, pensé que ante todo debía comprobar si Dionisio estaba realmente
inflamado como fuego por la filosofía, o si el rumor que había llegado a Atenas en este
sentido carecía de fundamento. Pues bien, hay un procedimiento bastante discreto para
llevar a cabo esta prueba, y además es muy adecuado para aplicarlo a tiranos, sobre todo
si están rebosantes de ideas mal asimiladas, que es precisamente lo que yo advertí en
Dionisio nada más llegar. A esta clase de personas hay que explicarles lo que es la obra
filosófica en toda su extensión, y cuántos trabajos y esfuerzos exige. Porque si el oyente
es un verdadero filósofo, apto para esta ciencia y digno de ella porque tiene una
naturaleza divina, el camino que se le ha enseñado le parece maravilloso, piensa que
debe emprenderlo inmediatamente y que no merece la pena vivir de otra manera. Pone,
en consecuencia, todo su esfuerzo con los del guía que le dirige y no afloja el paso hasta
que ha alcanzado plenamente todos sus objetivos o consigue fuerzas suficientes para
poder caminar sin su instructor. Éste es el estado de ánimo con el que vive este hombre, dedicado a sus actividades ordinarias, cualesquiera que sean, pero ateniéndose siempre
en todo a la filosofía, y a un sistema de vida cotidiano que le confiere con la sobriedad
una inteligencia despierta, memoria y capacidad de reflexión. Toda conducta contraria a
ésta no deja de horrorizarle. En cambio, los que no son verdaderamente filósofos, que
tienen únicamente un barniz de opiniones, como las personas cuyos cuerpos están
ligeramente quemados por el sol, cuando ven que hay tanto que aprender, el esfuerzo
que hay que realizar y la moderación en el régimen de vida cotidiano que la empresa
pide, considerándolo difícil e imposible para ellos, ni siquiera son capaces de ponerse a
practicarlo, y algunos se convencen de que ya han aprendido bastante de todo y que no
necesitan más esfuerzos. Ésta es una prueba evidente e infalible cuando se trata de
personas dadas a los placeres e incapaces de hacer esfuerzos, de modo que no pueden
acusar a su maestro, sino a sí mismos, cuando no son capaces de seguir todas las
prácticas necesarias para la actividad filosófica.
En este sentido me dirigía yo a Dionisio con mis palabras, pues ni le di explicaciones
completas ni él tampoco me las pidió, ya que hacía como que sabía muchas cosas y las
más importantes, y presumía de estar ya bastante informado gracias a las mal entendidas
enseñanzas recibidas de otros. He oído decir que, posteriormente, incluso ha escrito, a
propósito de estas cuestiones que entonces aprendió, un tratado que presenta como
materia propia, y no como fruto de las explicaciones recibidas, pero no tengo
conocimiento cierto de ello. Ya sé que hay otros que han escrito sobre estos mismos
temas, pero ni ellos mismos saben quiénes son. En todo caso, al menos puedo decir lo
siguiente a propósito de todos los que han escrito y escribirán y pretenden ser
competentes en las materias por las que yo me intereso, o porque recibieron mis
enseñanzas o de otros o porque lo descubrieron personalmente: en mi opinión, es
imposible que hayan comprendido nada de la materia. Desde luego, no hay ni habrá
nunca una obra mía que trate de estos temas; no se pueden, en efecto, precisar como se
hace con otras ciencias, sino que después de una larga convivencia con el problema y
después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge
la verdad en el alma y crece ya espontáneamente . Sin duda, tengo la seguridad de que,
tanto por escrito como de viva voz, nadie podría exponer estas materias mejor que yo;
pero sé también que, si estuviera mal expuesto, nadie se disgustaría tanto como yo. Si
yo hubiera creído que podían expresarse satisfactoriamente con destino al vulgo por
escrito u oralmente, ¿qué otra tarea más hermosa habría podido llevar a cabo en mi vida
que manifestar por escrito lo que es un supremo servicio a la humanidad y sacar a la luz
en beneficio de todos la naturaleza de las cosas. Ahora bien, yo no creo que la discusión
filosófica sobre estos temas sea, como se dice, un bien para los hombres, salvo para
unos pocos que están capacitados para descubrir la verdad por sí mismos con unas
pequeñas indicaciones. En cuanto a los demás, a unos les cubriría de un injusto
desprecio, lo que es totalmente inadecuado, y a otros de una vana y necia suficiencia,
convencidos de la sublimidad de las enseñanzas recibidas. Y todavía se me ocurre
extenderme más largamente sobre este aspecto: tal vez alguno de los temas de los que
hable quede más claro una vez que hayan sido expuestos. Hay, en efecto, un argumento
serio que se opone a quien se atreve a escribir cualquier cosa sobre estas materias,
argumento ya expuesto por mí muchas veces, pero me parece que debo repetirlo ahora
una vez más.
Hay en todos los seres tres elementos necesarios para que se produzca el conocimiento;
el cuarto es el conocimiento mismo, y hay que colocar en quinto lugar el objeto en sí,
cognoscible y real. El primer elemento es el nombre, el segundo es la definición, el
tercero, la imagen, el cuarto, el conocimiento. Pongamos un ejemplo aplicado a un
objeto determinado para comprender la idea y extendámoslo a todos los demás. Hay algo llamado «círculo», cuyo nombre es el mismo que acabo de pronunciar. En segundo
lugar viene la definición, compuesta de nombres y predicados: «aquello cuyos extremos
distan por todas partes por igual del centro» sería la definición de lo que se llama
«redondo», «circunferencia», «círculo». En tercer lugar, la imagen que se dibuja y se
borra, se torna en círculo y se destruye, pero ninguna de estas cosas le ocurre al círculo
mismo al que se refieren todas las representaciones, pues es distinto a todas ellas. Lo
cuarto es el conocimiento, la inteligencia, la opinión verdadera relativa a estos objetos:
todo ello debe considerarse como una sola cosa, que no está ni en las voces ni en las
figuras de los cuerpos, sino en las almas, por lo que es evidente que es algo distinto
tanto en la naturaleza del círculo en sí como de los tres elementos anteriormente citados.
De estos elementos es la inteligencia la que está más cerca del quinto por afinidad y
semejanza; los otros se alejan más de él. Las mismas diferencias, podrían establecerse
respecto a las figuras rectas o circulares, así como a los colores, a lo bueno, lo bello y lo
justo, a todo cuerpo, tanto si está fabricado artificialmente como si es natural, al fuego,
al agua y a todas las cosas parecidas, a toda clase de seres vivos, a los caracteres del
alma, a toda clase de acciones y pasiones. Porque si en todas estas cosas no se llegan a
captar de alguna manera los cuatro elementos, nunca se podrá conseguir una
participación perfecta del quinto. Además, estos elementos intentan expresar tanto la
cualidad de cada cosa como su esencia por un medio tan débil como las palabras; por
ello, ninguna persona sensata se arriesgará a confiar sus pensamientos en tal medio,
sobre todo para que quede fijado, como ocurre con los caracteres escritos. Éste es
también un punto que hay que entender. Cada círculo concreto de los dibujados o
trazados en giro está lleno del elemento contrario al quinto, pues está en contacto por
todas sus partes con la línea recta. En cambio, el círculo en sí, afirmamos que no
contiene ni poco ni mucho de la naturaleza contraria a la suya. Afirmamos también que
el nombre de los objetos no tiene para ninguno de ellos ninguna fijeza, y nada impide
que las cosas ahora llamadas redondas se llamen rectas, y las rectas, redondas, ni
tendrán un valor menos significativo para los que las cambian y las llaman con nombres
contrarios. Lo mismo puede decirse de la definición, puesto que está compuesta de
nombres y predicados: no hay en ella nada que sea suficientemente firme. Hay mil
argumentos para demostrar la oscuridad de estos cuatro elementos, pero el más
importante es el que dimos un poco antes: que de los dos principios existentes, el ser y
la cualidad, el alma busca conocer no la cualidad, sino el ser, pero cada uno de los
cuatro elementos le presenta con razonamientos o con hechos lo que ella no busca,
ofreciéndole una expresión y manifestación de ello que siempre son fácilmente
refutables por los sentidos, lo cual, por así decirlo, coloca a cualquier hombre totalmente
en situación de inseguridad e incertidumbre. Ahora bien, en aquellos casos en que por
culpa de nuestra mala educación no estamos acostumbrados a investigar la verdad y nos
basta la primera imagen que se nos presenta, no haremos el ridículo mutuamente porque
podremos preguntar y responder, con capacidad de analizar y censurar los cuatro
elementos. Pero cuando nos vemos obligados a contestar y definir claramente el quinto
elemento, cualquier persona capacitada para refutarnos nos aventaja si lo desea, y
consigue que el que está dando explicaciones, sea con palabras o por escrito o por
medio de respuestas, dé la impresión a la mayoría de los oyentes de que no sabe nada de
lo que intenta decir por escrito o de palabra; a veces no se dan cuenta de que no es la
mente del escritor o del que habla lo que se refuta, sino la naturaleza de cada uno de los
cuatro elementos del conocimiento, que es defectuosa por naturaleza. Sin embargo, a
fuerza de manejarlos todos, subiendo y bajando del uno al otro, a base de un gran
esfuerzo se consigue crear el conocimiento cuando tanto el objeto como el espíritu están
bien constituidos. Pero si por el contrario, las disposiciones son malas por naturaleza, y, en su mayoría, tal es el estado natural del alma, tanto frente al conocimiento como a lo
que se llama costumbres, si falla todo esto, ni el mismísimo Linceo podría hacer ver a
estas personas con claridad. En una palabra, a la persona que no tiene ninguna afinidad
con esta cuestión, ni la facilidad para aprender ni la memoria podrían proporcionársela,
pues en principio no se da en naturalezas ajenas a dicha materia. De modo que cuantos
no sean aptos por naturaleza y no armonicen con la justicia y las demás virtudes, por
muy bien dotados que estén en otros aspectos para aprender y recordar, así como
quienes, teniendo afinidad espiritual, carezcan de capacidad intelectual y de memoria,
ninguno de ellos conocerá jamás la verdad sobre la virtud y el vicio en la medida en que
es posible conocerla. Es necesario, en efecto, aprender ambas cosas a la vez, la verdad y
lo falso del ser entero, a costa de mucho trabajo y mucho tiempo, como dije al principio.
Y cuando después de muchos esfuerzos se han hecho poner en relación unos con otros
cada uno de los distintos elementos, nombres y definiciones, percepciones de la vista y
de los demás sentidos, cuando son sometidos a críticas benévolas, en las que no hay
mala intención al hacer preguntas ni respuestas, surge de repente la intelección y
comprensión de cada objeto con toda la intensidad de que es capaz la fuerza humana.
Precisamente por ello cualquier persona seria se guardará muy mucho de confiar por
escrito cuestiones serias, exponiéndolas a la malevolencia y a la ignorancia de la gente.
De ello hay que sacar una simple conclusión: que cuando se ve una composición escrita
de alguien, ya se trate de un legislador sobre leyes, ya sea de cualquier otro tema, el
autor no ha considerado estas cuestiones como muy serias, ni él mismo es efectivamente
serio, sino que permanecen encerradas en la parte más preciosa de su ser. Mientras que
si él hubiera confiado a caracteres escritos estas reflexiones como algo de gran
importancia, «entonces seguramente es que, no los dioses, sino los hombres, le han
hecho perder la razón».
El que haya seguido esta exposición y esta digresión comprenderá perfectamente que, si
Dionisio o cualquier otra persona de mayor o menor categoría ha escrito un libro sobre
las elevadas y primordiales cuestiones referentes a la naturaleza, en mi opinión es que
no ha oído ni aprendido doctrina sana alguna sobre los temas que ha tratado, ya que, de
no ser así, habría sentido el mismo respeto que yo hacia tales verdades y no se habría
atrevido a lanzarlas a un ambiente discorde o inadecuado. Tampoco pudo escribirlo para
que se recordara; pues no hay peligro de que se olviden una vez que han penetrado en el
alma, ya que están contenidas en los más breves términos; sería más bien por una
ambición despreciable, tanto si expuso la doctrina como propia cuanto si pretendió tener
una formación de la que no era digno, ambicionando la gloria que esta formación
comporta. Si una sola entrevista conmigo se la dio a Dionisio, podría ser, pero cómo
pudo ocurrir, sólo Zeus lo sabrá, como dice el tebano. Yo tuve una entrevista con él una
sola vez, como ya conté, pero nunca más volví a hacerlo. En este momento debe
enterarse, quienquiera que se interese por averiguar cómo ocurrieron realmente los
hechos, de los motivos por los que no seguimos las lecciones ni una segunda vez, ni una
tercera, ni ninguna otra. ¿Acaso Dionisio, después de haberme oído una sola vez,
pensaba que ya sabía bastante, y en efecto sabía lo suficiente, ya fuera por
descubrimientos propios o porque había aprendido antes de otros maestros? ¿O juzgaba
que mis explicaciones carecían de valor, o bien, tercera hipótesis, que no estaban a su
altura, sino que le superaban y realmente se sentía incapaz de llevar una vida entregada
a la sabiduría y a la virtud? Porque si pensaba que carecían de valor, esto se contradice
con muchos testigos que afirman lo contrario y que en estas materias serían jueces más
competentes que él. Si creía que había descubierto o aprendido conocimientos, y que
éstos eran valiosos para la educación de un alma libre, ¿cómo hubiera podido, a no ser que se tratara de un hombre extravagante, desdeñar tan fácilmente a la persona que era
su guía y su maestro? Cómo, de hecho, me desdeñó voy a referirlo ahora.
Poco tiempo después de estos acontecimientos, aunque hasta entonces había dejado a
Dión la libre disposición de sus bienes y el disfrute de sus rentas, prohibió que en lo
sucesivo se las enviaran sus administradores al Peloponeso, como si hubiera olvidado
completamente su carta; pues decía que los bienes no pertenecían a Dión, sino a su hijo,
que era sobrino suyo, y por ley le correspondía su tutoría. Éstos son los acontecimientos
que ocurrieron en aquella época hasta el momento de mi relato; en estas circunstancias,
yo había visto con claridad el entusiasmo de Dionisio por la filosofía y tenía motivos
para indignarme, tanto si quería como si no. Estábamos entonces en verano, y con ello
los navíos se hacían a la mar. Yo pensaba que no debía estar irritado contra Dionisio,
sino más bien contra mí mismo y contra los que me habían forzado a cruzar por tercera
vez el Estrecho de Escila para afrontar una vez más a la funesta Caribdis y que debía
decir a Dionisio que yo no podía prolongar mi estancia después del ultrajante trato de
que había sido víctima Dión. Pero él trataba de calmarme y me pedía que me quedara,
porque pensaba que no era bueno para él que yo me marchara tan rápidamente siendo
portador de semejantes noticias. Como no podía convencerme, dijo que quería preparar
personalmente mi viaje. Yo, por mi parte, había pensado embarcarme en cualquier
barco mercante, porque estaba tremendamente irritado y dispuesto a arrostrarlo todo si
se me ponían impedimentos, puesto que, evidentemente, yo no había hecho ofensa
alguna, sino que más bien la había recibido. Y él, al ver que yo no estaba dispuesto en
absoluto a quedarme, imaginó la treta siguiente para retenerme durante aquel período de
navegación. Al día siguiente de la entrevista vino a verme y se dirigió a mí con estas
persuasivas palabras: «Que Dión y sus intereses dejen de ser un obstáculo entre tú y yo
y un motivo de discordia permanente. Mira lo que en atención a ti voy a hacer por Dión.
Le pido que se haga cargo de sus bienes y resida en el Peloponeso, no como un exiliado,
sino con la facultad de volver aquí cuando lo acordemos conjuntamente él y yo y
vosotros sus amigos. Pero esto a condición de que no conspire contra mí. Responderéis
de ello vosotros, tú y los tuyos, así como los familiares de Dión que están aquí; que
también él os dé a vosotros garantías. El dinero que pueda recibir se depositará en el
Peloponeso y en Atenas en manos de las personas que vosotros decidáis; Dión disfrutará
de los intereses, pero no podrá sin vuestro consentimiento disponer del capital. En
cuanto a mí, no tengo demasiada confianza en que sea leal conmigo al disponer de estos
bienes, pues su importe es considerable, y sí me fío, en cambio, más de ti y de los tuyos.
Mira, pues, si te gusta esta oferta y quédate aquí este año con estas condiciones;
acabado este plazo, podrás marcharte, llevándote el dinero. Estoy seguro de que Dión te
quedará muy agradecido si haces esto en su favor». Yo me disgusté al oír estas
propuestas, a pesar de lo cual le respondí que lo pensaría y que al día siguiente le
comunicaría lo que hubiera decidido. Tal fue el acuerdo al que llegamos entonces. A
continuación me puse a reflexionar, ya que me sentía muy confuso; lo primero que se
me ocurría era lo siguiente: «Vamos a ver, si Dionisio no piensa cumplir ninguna de sus
promesas, supongamos que, en el caso de marcharme yo, le escribe una carta muy
convincente a Dión comunicándole lo que acaba de decirme, y ordena a otros de sus
partidarios que hagan lo mismo, dando a entender que, aunque él lo deseaba, fui yo
quien no quiso aceptar sus proposiciones, desentendiéndome de los asuntos de Dión;
además de esto, supongamos que no desea mi partida y, sin dar órdenes personales a
ningún capitán de barco, deja entender fácilmente a todos que no le gusta que me vaya:
¿habrá alguno dispuesto a tomarme como pasajero una vez que me haya escapado de la
residencia de Dionisio?» Yo estaba alojado, en efecto, para mayor desgracia mía, en el
jardín contiguo al palacio, de donde el portero no me habría dejado salir de ninguna manera sin recibir una orden dada por Dionisio. «En cambio, si me quedo este año,
podré escribir una carta a Dión diciéndole la situación en que me encuentro y lo que
intento conseguir, y, suponiendo que Dionisio cumpla alguna de sus promesas, mi
actuación no habrá sido completamente ridícula, ya que la fortuna de Dión,
correctamente valorada, no alcanza menos de cien talentos. Pero si las cosas se
desarrollan tal como ahora se presentan, como es lógico que ocurra, no sabré qué
partido tomar; a pesar de ello, tal vez sea necesario aguantar un año más y tratar de
demostrar con hechos las artimañas de Dionisio». Una vez decidido, al día siguiente le
di mi respuesta a Dionisio: «He decidido quedarme, pero a pesar de ello —añadí—, te
pido que no me consideres como un representante plenipotenciario de Dión y que le
escribamos conjuntamente tú y yo comunicándole las decisiones que hemos adoptado y
preguntándole si le parecen suficientes; en caso contrario, si desea y pide algún cambio,
que lo haga saber cuanto antes; tú entre tanto no debes tomar ninguna medida que
cambie su situación». Esto fue lo que le dije y lo que acordamos entre nosotros, más o
menos en los términos expresados. A continuación zarparon los barcos, y ya no era
posible partir cuando Dionisio tuvo la ocurrencia de decirme que la mitad de los bienes
debían considerarse de Dión y la otra mitad de su hijo. Dijo que los iba a vender y, una
vez realizada la venta, me daría la mitad para que me la llevara y reservaría la otra mitad
para el niño, añadiendo que esto era lo más justo. Yo quedé consternado por sus
palabras, pero me pareció que era completamente ridículo poner cualquier objeción; sin
embargo, le hice ver que debíamos esperar la carta de Dión y volver a escribirle
comunicándole este cambio. Pero él se puso en seguida a vender descaradamente la
totalidad de los bienes de aquél, de la forma y manera que quiso y a quienes quiso
vender, sin decirme a mí ni una palabra de ello; tampoco yo volví a hablarle de los
intereses de Dión, porque me daba cuenta de que era inútil.
Hasta este momento, yo había estado acudiendo de esta manera en ayuda de la filosofía
y de mis amigos; desde entonces, así vivíamos Dionisio y yo: yo, con la mirada puesta
en el exterior, como un pájaro que está deseando volar de su jaula, y él intentando
apaciguarme y sin haberme devuelto ninguno de los bienes de Dión; sin embargo,
pretendíamos ser amigos ante Sicilia entera. Precisamente entonces intentó Dionisio
rebajar la paga de los soldados más veteranos, contrariamente a las normas seguidas por
su padre. Lo soldados, furiosos, se reunieron en asamblea y decidieron oponerse. Él
intentó emplear la fuerza cerrando las puertas de la acrópolis, pero los soldados se
lanzaron al punto contra las murallas vociferando el peán de guerra de los bárbaros.
Entonces Dionisio, totalmente aterrorizado, cedió por completo, y aún más ante los
peltastas a la sazón reunidos. En seguida se divulgó el rumor de que Heraclides había
sido el autor de todos estos acontecimientos. Cuando este rumor llegó a oídos suyos,
Heraclides se quitó de en medio y se escondió. Dionisio intentaba detenerle, pero, no
sabiendo cómo, llamó a Teodotes a su jardín, en el que casualmente me encontraba yo
en ese momento paseando. Ignoro el resto de su conversación, ya que no lo oí, pero sé y
recuerdo perfectamente las palabras que Teodotes le dijo a Dionisio delante de mí:
«Platón», dijo, «yo estoy intentando convencer a Dionisio para que, si consigo traer
aquí a Heraclides para que responda de las acusaciones que se han lanzado contra él, en
el caso de que no crea que debe dejarle vivir en Sicilia, le deje embarcar para el
Peloponeso con su mujer y su hijo y pueda vivir allí disfrutando de sus bienes y sin
atentar contra Dionisio. Tal es mi petición; ya mandé a buscarle una primera vez y
volveré a hacerle llamar, a ver si me hace caso a la primera o a la segunda de mis
llamadas. Pero pido y suplico a Dionisio que en el caso de que se encuentre a
Heraclides, sea en el campo o aquí, que no le ocurra ninguna otra cosa desagradable que
la de ser desterrado del país hasta que Dionisio tome e otra decisión». Y dirigiéndose a éste, añadió: «¿Estás de acuerdo con esto?». «Estoy de acuerdo en ello —respondió—, y
aunque se le encuentre en los alrededores de tu casa, no sufrirá otro daño que el que
acaba de decirse». Pues bien, al día siguiente por la tarde, Euribio y Teodotes acudieron
a mí presurosos y completamente turbados, y Teodotes me dijo: «Platón, tú fuiste ayer
testigo del acuerdo al que llegamos tú y yo con Dionisio a propósito de Heraclides».
«Desde luego», respondí yo. «Pues ahora —continuó— andan peltastas corriendo por
todas partes buscando a Heraclides para prenderle, y es posible que se encuentre por
estos alrededores, de modo que es absolutamente preciso que nos acompañes para ver a
Dionisio». Fuimos, en vista de ello, y comparecimos ante él; ellos dos se mantenían de
pie con lágrimas en los ojos, y yo tomé la palabra: «Mis compañeros tienen miedo de
que tomes medidas contrarias a nuestros acuerdos de ayer, pues parece que ha vuelto y
se le ha visto por aquí». Al oír estas palabras, Dionisio se encolerizó y su rostro pasó
por todos los colores, como le ocurre a una persona irritada. Teodotes cayó a sus pies, le
cogió la mano llorando y se puso a suplicarle que no hiciera nada parecido. Entonces yo
dije, tratando de animarle: «Tranquilízate, Teodotes, que Dionisio no se atreverá a hacer
nada quebrantando sus promesas de ayer». Entonces Dionisio fijó en mí su mirada y,
con talante muy propio de un tirano, me dijo: «A ti yo no te he prometido nada en
absoluto». «Sí, por los dioses —repliqué yo—, y precisamente lo mismo que este
hombre te está pidiendo». Y con estas palabras me di la vuelta y me marché. A
continuación, Dionisio prosiguió su intento de cazar a Heraclides, pero Teodotes envió
emisarios exhortándole a que huyera. El tirano lanzó en su persecución a Tisias, al
frente de un destacamento de peltastas, pero Heraclides, según se dijo, se le adelantó por
unas horas apenas y pudo refugiarse en territorio cartaginés.
Después de estos sucesos, Dionisio pensó que su antiguo proyecto de no devolverle sus
bienes a Dión tenía ya un motivo convincente en sus relaciones inamistosas conmigo;
primero me echó de la acrópolis con el pretexto de que tenían que celebrar un sacrificio
de diez días de duración en el jardín donde yo habitaba. Me ordenó, pues, pasar este
tiempo fuera, en casa de Arquedemo. Estando yo allí, Teodotes mandó a buscarme;
estaba muy indignado por todo lo que había ocurrido y se estuvo quejando de Dionisio.
Cuando éste se enteró de que yo había ido a casa de Teodotes, se convirtió para él en
otro motivo de desacuerdo conmigo, de la misma naturaleza que el anterior. Por medio
de un mensajero me hizo preguntar si efectivamente me había entrevistado con
Teodotes por invitación de éste. «Desde luego», dije yo. «En este caso —replicó el
mensajero—, me encargó que te dijera que haces mal dando más importancia a Dión y a
sus amigos que a él mismo». Esto fue lo que dijo, y ya no me hizo llamar en más
ocasiones a su palacio, como si ya estuviera perfectamente claro que yo era amigo de
Teodotes y de Heraclides y, en cambio, enemigo suyo. Además, suponía que yo no
podía sentir simpatía hacia él, ya que había dilapidado por completo los bienes de Dión.
A partir de entonces yo habité fuera de la acrópolis, entre los mercenarios. Vinieron a
verme, entre otros, unos remeros de origen ateniense, conciudadanos míos, que me
informaron de que yo estaba siendo difamado entre los peltastas y que algunos habían
proferido amenazas de muerte contra mí si conseguían cogerme. Entonces se me ocurrió
la siguiente estratagema para salvarme. Envié un mensaje a Arquitas y a mis otros
amigos de Tarento advirtiéndoles de la situación en que me encontraba. Ellos,
presentándola como una embajada, enviaron desde su ciudad una nave de treinta remos
con uno de ellos, Lamisco, que nada más llegar fue a ver a Dionisio para interceder por
mí, diciéndole que yo deseaba partir y pidiéndole que no se opusiera. Dionisio dio su
consentimiento y me despidió, dándome dinero para los gastos de viaje. En cuanto a los
bienes de Dión, ni yo se los reclamé ni él me dio nada. Cuando llegué al Peloponeso encontré en Olimpia a Dión, que estaba allí asistiendo a
los juegos, y le conté lo sucedido. Él, poniendo a Zeus como testigo, nos exhortó
inmediatamente a mí, a mis parientes y amigos a preparar nuestra venganza contra
Dionisio; nosotros, porque había traicionado a sus huéspedes (lo decía tal como lo
pensaba), y él, por haber sido expulsado y desterrado injustamente. Cuando yo oí estas
palabras, le invité a que solicitara la ayuda de nuestros amigos, si es que estaban
dispuestos a dársela, «Y en cuanto a mí, —añadí—, fue casi forzado por ti y por los
otros como compartí la mesa, la morada y los sacrificios de Dionisio. Éste tal vez creía,
porque eran muchos los calumniadores, que yo de acuerdo contigo conspiraba contra él
y contra su régimen tiránico, a pesar de lo cual no me mandó matar, sino que sintió
pudor en hacerlo. Por otra parte, yo ya no tengo edad para hacerme aliado de guerra de
nadie, pero me uniré a vosotros siempre que necesitéis reanudar vuestra amistad y
favoreceros mutuamente; pero mientras estéis deseando haceros mal, buscad otros
aliados». Esto es lo que yo les dije, porque había llegado a aborrecer mis andanzas por
Sicilia y mi fracaso. Pero ellos no me hicieron caso ni atendieron mis intentos de
reconciliación, y se hicieron responsables de todas las desgracias que ahora les han
ocurrido. Nada de esto habría ocurrido, en la medida en que pueden conjeturarse los
azares humanos, si Dionisio hubiera devuelto a Dión sus bienes, o se hubiera
reconciliado por todos los medios con él, pues en ese caso yo habría podido contener
fácilmente a Dión con mi voluntad y mi influencia. En cambio, ahora, al dirigirse uno
contra otro, han desencadenado toda clase de desastres. Sin embargo, Dión tenía las
mismas intenciones que yo diría que debería tener yo mismo o cualquier persona
sensata; tanto en lo que se refiere a su influencia personal, como a sus amigos, como a
su patria, no tendría otra ambición que prestarle los más grandes servicios y convertirse
en una persona poderosa y honrada entre todos. No es ése el caso del que se enriquece a
sí mismo, a sus partidarios y a su ciudad organizando conjuraciones y reuniendo
conspiradores, cuando se es pobre, no se tiene autodominio y uno es víctima cobarde de
sus pasiones; cuando se da muerte a los ricos, llamándolos enemigos y dilapida sus
bienes e invita a hacer lo mismo a sus colaboradores y cómplices, para que ninguno de
ellos tenga que echarle en cara su pobreza. Ése es también el caso del que es honrado
por su ciudad como su bienhechor por haber distribuido por decreto a las masas los
bienes de unos pocos, o del que estando al frente de una ciudad importante, que a su vez
preside a otras más débiles, adjudica a la suya los bienes de las ciudades más pequeñas
contra todo derecho. Ni Dión ni ningún otro aceptaría voluntariamente un poder que
sería eternamente funesto para él y para su raza, sino que tendería más bien a una
constitución y a un sistema legislativo verdaderamente justo y bueno, conseguido sin
ningún tipo de matanzas o destierros. Eso es precisamente lo que Dión trataba de llevar
a cabo, y ha preferido sufrir injusticias a cometerlas, y aunque tomó precauciones para
no sufrirlas, sin embargo sucumbió cuando estaba a punto de alcanzar la cumbre, la
victoria sobre sus enemigos. Lo que le ocurrió no tiene nada de extraño, pues un hombre
justo, sensato y prudente, al tratar con hombres injustos, no puede dejarse engañar sobre
la manera de ser de tales personas, pero tampoco tiene tal vez nada de extraño que le
ocurra como a un buen piloto a quien no puede pasarle desapercibido que se acerca una
tempestad, pero no puede prever su extraordinaria e inesperada magnitud y, por no
preverla, forzosamente zozobra. Esto mismo fue también lo que hizo caer por muy poco
a Dión. Él conocía muy bien la maldad de los que le hicieron caer, pero lo que no podía
prever era hasta qué punto era profunda su estulticia, su perversión y voracidad. Este
error le hizo sucumbir, sumiendo a Sicilia en un inmenso duelo.
Después de lo que acabo de decir, mis consejos están ya más o menos expuestos, y ya es
suficiente. He vuelto a reanudar el relato de mi segundo viaje a Sicilia porque me pareció necesario contároslo a causa del carácter absurdo o extraño que tomaron los
acontecimientos. Por ello, si mis explicaciones actuales parecen razonables y se juzgan
satisfactorios los motivos que explican los hechos la exposición que acabo de hacer
podrá considerarse adecuada y discreta.
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