domingo, 26 de abril de 2015

UTOPÍA

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domingo, 19 de abril de 2015

EDUCACIÓN Y LIBERTAD



Filosofía de la educación
Edición de Guillermo Hoyos Vásquez(Colombia)
FILOSOFÍA, POLÍTICA Y EDUCACIÓN:
SOBRE LA LIBERTAD
Newton Aquiles von Zuben y Silvio Gallo(Brasil)

El tema de la libertad es, quizás, uno de los problemas más importantes que se deben tener en cuenta por la filosofía de la educación.
Por lo menos desde la Modernidad, el problema ha sido abordado por pensadores de la dimensión de Rousseau o de Kant, por citar sólo dos ejemplos. ¿Educamos para la libertad? ¿Educamos por la libertad?
¿Cuál es la relación de la disciplina con la libertad? Éstas son algunas de las preguntas con las cuales nos enfrentamos.
En el campo de la filosofía de la educación es imprescindible que se trabaje con los conceptos para que la reflexión educacional no pierda la dimensión filosófica, por lo que, al pensar las relaciones de la libertad con la educación, de la libertad en la educación, es de fundamental importancia recorrer el análisis conceptual de ese fenómeno humano.
En ese tránsito, encontramos al menos dos grandes posiciones:

una que establece la dimensión política de la educación y que discute la libertad en ese contexto, como una dimensión social; y otra que «despolitiza» la educación, situándola en un ámbito anterior al político, y consecuentemente tratando la libertad en una dimensión más antropológica e individualista.
Evidentemente, cada una de estas posiciones tiene sus principios y sus trayectos.
En este texto nos proponemos examinar conceptualmente el fenómeno de la libertad, así como la cuestión de sus relaciones con los procesos educativos, según dos prismas de matices filosóficos diferentes y que, a primera vista, pueden parecer inconciliables:
el pensamiento político contemporáneo de Hannah Arendt y la propuesta de una «pedagogía liberadora» hecha por filósofos y activistas anarquistas desde la mitad del siglo XIX y durante el siglo XX.
Como conclusión, intentaremos demostrar que esos dos prismas se interrelacionan, permitiendo un análisis filosófico del fenómeno de la libertad en sus relaciones con el fenómeno educacional.
En el recorrido de algunas obras de Arendt ubicaremos el análisis conceptual de la libertad en su aspecto político, buscando demostrar que los aportes de la filosofía política son de gran importancia para el tema. Mediante la visita a algunas teorías y experiencias pedagógicas de los anarquistas, incorporaremos al debate proyectos concretos que interrelacionan libertad y educación.

1. HANNAH ARENDT Y EL «ACONTECIMIENTO» LIBERTAD
El pensamiento político de Hannah Arendt representa, de modo pertinente, un horizonte de significación para pensar cuestiones cruciales de la actualidad, como la experiencia de la libertad. En la observación de Margareth Canovan:

Toda su obra es atravesada por el énfasis en la posibilidad de la libertad [...]. Su comprensión de ese término es seguramente sin precedentes —Tocqueville y Montesquieu son precursores ocasionalmente reconocidos por ella—, pero no se puede negar que sea contraria a toda concepción y uso común de ese término (Canovan, 1974, 73).
Ese concepto se une a otros para formar el armazón central alrededor del cual se fue solidificando el edificio del pensamiento político de Arendt. Desde Los orígenes del totalitarismo, donde denuncia de modo severo toda forma de dominación e intenta saber qué pasó, por qué pasó y cómo pudo pasar, refiriéndose al terror de los sistemas totalitarios, Arendt se esfuerza en pensar, como índice del mundo moderno, la «ruptura» en relación con categorías diferentes de las ofrecidas por la tradición.
El escenario donde la cuestión de la libertad es pensada por Arendt, junto a otros temas como la tradición, la historia, la autoridad, la educación, la cultura, la verdad, muestra una brecha entre el pasado y el futuro, metáfora para expresar lo que Arendt llamó ruptura con la tradición. Arendt se inspira, en sus reflexiones, en la introducción de su libro Entre el pasado y el futuro, en un verso del poeta francés René Char: Notre heritage n’est précédé d’aucun testament. ¿Cómo entender esa ausencia de testamento? Arendt nota que «sin testamento o, para sortear la metáfora, sin tradición —que selecciona y denomina, que transmite y preserva, que indica dónde están los tesoros y cuál es su valor—, parece que no existe una continuidad voluntaria en el tiempo y, por tanto, hablando en términos humanos, ni pasado ni futuro...» (Arendt, 2003, 16).
La cuestión de la libertad se inserta en un escenario más amplio, que es el proyecto de recuperación del espacio público. Y aún más, para Arendt no se piensa la educación prescindiendo del registro de la «política». Ésta tiene como fundamento la acción, la esencia de lo humano en el sentido de la capacidad de comenzar algo nuevo.
Actuar políticamente es la iniciativa de alguien en el seno y en vista de un «nosotros».
La educación es relevante en el proyecto de la civilización, y eso significa que ella debe preservar la capacidad de iniciativa de los que llegan a este mundo. Del mismo modo, la autoridad consiste en hacer posibles nuevos comienzos. Y eso explica, en gran medida, la fascinación de Arendt por los «padres fundadores» de la democracia americana. Lo que ella admira en la revolución americana es el hecho de que no pretende instaurar una «tabla rasa». Ella rompe, de hecho, pero al hacerlo se inserta sobre lo que es; guarda memoria. Son los múltiples comienzos, que son portadores del proyecto democrático.
Arendt fue criticada por idealizar el modelo griego de la polis. Poco importa que lo transforme en índice de una exigencia y no en un paradigma histórico para ser seguido. Lo que es notable y original en el escenario de la filosofía política es el modo claro y riguroso con que Arendt afirma, en términos sencillos, la libertad como razón de ser del político. «La raison d’être (en francés en el original) de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción» (ibid.,231).
Tal proposición resume el armazón del pensamiento político de Arendt. Libertad, acción, natalidad, pluralidad son conceptos heurísticos cuya comprensión y articulación nos ofrecen el paradigma de la política como actuar en común.
Pensar lo político con vistas a la experiencia de la acción nos lleva a reconocer la propia experiencia vivida por Arendt en el totalitarismo como una experiencia incontestable de lo político en el mundo contemporáneo. En realidad, el fenómeno totalitario, experiencia fundacional de la reflexión política de Hannah Arendt, aunque colocado en el pasado, no forma parte totalmente del pasado, pues, como señaló, el suelo del cual brotó ese fenómeno aterrador es el mismo que dio a luz a la democracia liberal. Ambos son horizontes posibles de la Modernidad política, esclareciéndose mutuamente. Arendt se interesó por el totalitarismo como fuente de su reflexión y por ser como un «excedente de todo régimen y un riesgo, de ahora en adelante inevitable, de disolución completa, violenta o disimulada, del mundo común» (Collin, 1999, 40). Ese mundo común no es algo dado, sino un dispositivo móvil que se reinventa a cada instante y que tiene su poder en la iniciativa renovada de cada uno en la confrontación con los otros (ibid., 5). El mundo común es compartido, y ningún individuo ni ningún grupo se pueden apropiar de él.
Para comprender el tema de la libertad en el horizonte de la obra de Arendt, creemos recomendable situarla en una doble perspectiva.
En primer lugar, es oportuno considerar la idea de ruptura con la tradición, así como la ausencia de testamento de nuestra herencia, cuando Arendt retoma y analiza el verso de René Char. Con esa observación, Arendt quiere significar la novedad de lo que ocurrió en Europa con el totalitarismo. Siendo absolutamente nuevo, nada podía haberlo anunciado. No había testamento, esto es, pistas indicativas, signos o marcas de cualquier orden que ofrecieran algún indicio para prever su surgimiento. Ésa es la idea. Y, precisamente, fue tal acontecimiento el que provocó la ruptura del hilo de la tradición.
Para Arendt esa expresión de René Char es una modificación de la afirmación de Tocqueville «Toda vez que el pasado dejó de arrojar luz sobre el futuro, la mente del hombre vaga en la oscuridad»
En segundo lugar, es destacable el especial énfasis que le otorga Arendt a la idea del acontecimiento de la experiencia viva. Al presentar los ocho ensayos publicados con el título Entre el pasado y el futuro, Arendt observa:

De un modo más específico, se trata de ejercicios de pensamiento político, tal como surge de la realidad de los incidentes políticos (aunque esos incidentes se mencionen sólo de manera ocasional), y mi tesis es que el propio pensamiento surge de los incidentes de la experiencia viva y que debe seguir unido a ellos, a modo de letrero indicador exclusivo que determina el rumbo (Arendt, 2003, 30).
En ese sentido, perdido el hilo de la tradición, se impone una relectura de esa tradición:

Al perder la tradición, también perdimos el hilo que nos guiaba con paso firme por el vasto reino del pasado, pero ese hilo también era la cadena que sujetaba a cada generación a un aspecto predeterminado del pretérito (ibid., 149).
Arendt propondrá la recuperación de lo político, de la acción, de la palabra, de la iniciativa para comenzar algo nuevo; en suma, de la libertad como razón de ser de la política.

Es relevante tener en cuenta el primer momento de las reflexiones de Hannah Arendt, esbozado en el clima de su primera obra importante, Los orígenes del totalitarismo: momento en que denuncia la ruptura con la tradición, la brecha entre el pasado y el futuro. Se trata también, para Arendt, de una ruptura biográfica y filosófica.
«No pertenezco al círculo de los filósofos, mi oficio [...]..."
Y observa Arendt:

Cuando el hilo de la tradición se rompió por fin, la brecha entre el pasado y el futuro dejó de ser una condición peculiar, sólo para la actividad del pensamiento, y se restringió a la calidad de una experiencia de los pocos que hacen del pensamiento su tarea fundamental.
Se convirtió en una realidad tangible y en perplejidad para todos; es decir, se convirtió en un hecho de importancia política (Arendt, 2003, 29).
La idea del vínculo estrecho con el acontecimiento revela el carácter experimental de los ensayos de Arendt presentes en esa obra.
Como ella misma afirma, son ejercicios de pensamiento:
El carácter experimental de las obras de Arendt, que son al mismo tiempo «ejercicios de pensamiento político», proviene del hecho de que el acontecimiento revela públicamente que la tradición se ha debilitado a causa de él, que la filosofía política ha caducado (Amiel, 1997, 10).
Para Arendt el totalitarismo es el imprevisible acontecimiento responsable de la ruptura con la tradición. El acontecimiento totalitario ha «pulverizado manifiestamente nuestras categorías morales tanto como nuestros criterios de juicio moral» (citada por Amiel, 1997, 13). En verdad, comprender el totalitarismo, en la expresión de Amiel, es comprender el corazón de nuestro siglo y una ruptura con la tradición. Frente a un fenómeno inédito, se exige un esfuerzo fuera de lo común para aceptar y enfrentar ese nuevo acontecimiento (ibid., 28). Lo que está en juego en ese evento es la naturaleza humana que el dominio total pretende transformar. «El totalitarismo —comenta Amiel— no aspira a un reino despótico, sino a un sistema en que los hombres sobran y los individuos son reducidos a especímenes de una especie animal» (ibid., 34).
¿Cómo entender el totalitarismo? Según Arendt, la naturaleza y el principio del gobierno totalitario son el terror y la ideología; la experiencia fundamental donde arraigan es la desolación o el desamparo (ibid., 40). El totalitarismo destruye el espacio entre los hombres, masificándolos, y, como consecuencia, es destruida la condición de toda libertad. El totalitarismo prescinde de un principio de acción, pues, en último análisis, se trata de erradicar cualquier posibilidad de acción:
Mientras que, bajo las condiciones presentes, la dominación totalitaria todavía comparta con otras formas de gobierno la necesidad de una guía para el comportamiento de sus ciudadanos en los asuntos públicos, no necesita e, incluso, no podría utilizar un principio de acción, estrictamente hablando, dado que eliminará, precisamente, la capacidad de los hombres para actuar (Arendt, 1999, 567).
El terror arruina todas las relaciones entre los hombres, la autocoacción de la lógica destruye todas las relaciones con la realidad. El régimen totalitario se establece sobre una experiencia humana que es la desolación en la esfera de las relaciones humanas. «El aislamiento puede ser el comienzo del terror —afirma Arendt— [...] Su característica es la impotencia [...] por definición, los hombres aislados carecen de poder» (ibid., 575). La desolación es el suelo común de la ideología y del terror. «Lo que llamamos aislamiento en la vida política se llama soledad en la esfera de las relaciones sociales» (ibid.). El aislamiento corresponde, según Arendt, al terreno político de la vida, mientras que la soledad se refiere a la vida como un todo.
Como para Arendt la realidad y el sentido de la realidad dependen de la pluralidad de hombres, del sentido común, con el significado de algo producido en común por la comunidad, el camino a seguir para reemplazar esa superfluidad a la que el individuo fue sometido, así como al aislamiento, a la desolación, será el intento de restauración de la capacidad para la acción, o la libertad, que son una sola realidad. Si Arendt deseaba saber lo que ocurrió, cómo ese acontecimiento tuvo lugar y por qué, ahora, después de Los orígenes del totalitarismo, sus reflexiones tendrán como propósito investigar la vita activa que expresa las tres actividades humanas fundamentales: labor, trabajo y acción. En el prólogo de La condición humana, Arendt declara su intención claramente:
«Lo que propongo, por tanto, es muy sencillo: reflexionar sobre lo que estamos haciendo» (Arendt,1981, 13). En ese proyecto filosófico de envergadura, desarrollado en La condición humana, Arendt presenta una fenomenología de la acción. El libro, según Arendt, trata de las manifestaciones elementales de la condición humana, «aquellas actividades que tradicionalmente, y también según la opinión corriente, están al alcance de todo ser humano» (Arendt, 1978, 13).
Posteriormente, Arendt publicará la obra Entre el pasado y el futuro, que reúne ensayos también clasificados como «ejercicios de pensamiento», como ya enfatizamos anteriormente. Se trata de pensamiento anclado en el acontecimiento de la experiencia viva, y es por medio de esos acontecimientos por lo que como pensamiento recibe orientación. «El acontecimiento por sí mismo requiere comprensión, y la autoriza. O incluso la comprensión, reconciliadora, es la otra cara de la acción» (Amiel, 1997, 49). Hannah Arendt inicia su ensayo ¿Qué es la libertad? de modo casi irónico, afirmando que el simple enunciado de la cuestión puede ser algo irrealizable. Eso se debe a la contradicción entre el plano de nuestra experiencia vivida y el plano teórico:
En todos los asuntos prácticos, y en especial en los políticos, pensamos que la libertad humana es una verdad obvia y, basados en este supuesto axiomático, se dictan leyes, se adoptan decisiones y se aplican sentencias en las comunidades humanas (Arendt, 2003, 227).
La preocupación inicial de Arendt es advertir al lector. Desarrolla su pensamiento adoptando una postura que caracteriza casi la totalidad de su obra. Ricoeur se refiere a «la sorprendente vigilancia semántica de un pensamiento que se atribuye como tarea —muchas veces como primera tarea— separar conceptos; lucha contra los enredos tanto en el discurso como en la acción» (Ricoeur, cit. en Abensour, 1989, 141).
La originalidad de la concepción de Arendt reside en la clara diferencia entre la libertad política, de un lado, y la libertad interior, de otro. Adelanta, incluso, una oposición entre las dos nociones. Tal concepción se opone frontalmente a la idea universalmente admitida de que la libertad es algo únicamente relativo a la vida privada del individuo. Afirma Arendt:

Por todo esto, a pesar de la gran influencia que el concepto de una libertad interior no política ejerció en la tradición del pensamiento, no parece aventurado decir que el hombre no sabrá nada de la libertad interior, si antes no tiene, como una realidad mundanamente tangible, la experiencia de su condición de ente libre (Arendt, 2003, 234).
Para ser libre, existe una condición: el hombre requiere haberse librado de las necesidades de la vida. Forma parte de la condición humana el hecho de que el hombre se considere parte de la naturaleza, sujeto a las fuerzas de la naturaleza y, al mismo tiempo, un ser no natural, capaz de crear cosas nuevas y de actuar. El hombre es, por tanto, un ser libre y determinado. Una vez que se ha librado de las fuerzas naturales, él puede, en la compañía de otros hombres «que estuvieran en la misma situación y de un espacio público común en el que se pudiera tratarlos; en otras palabras, un mundo organizado políticamente en el que cada hombre libre pudiera insertarse por palabra y obra» (ibid., 235)2.
Para Arendt, la libertad relacionada con la política no es un fenómeno de la voluntad. No se trata de libre arbitrio, «una libertad de elección que juzga y decide entre dos cosas dadas, una buena y otra mala...». La libertad de acción, para Arendt, debe ser libre de motivos y de fines. La acción libre escapa de la tutela del intelecto y de la voluntad, «surge de algo por completo diferente que, siguiendo el famoso análisis de las formas de gobierno hecho por Montesquieu, llamaré principio» (ibid., 240). Independiente de los motivos, el principio no opera a partir del interior. El principio actúa desde el exterior y, siendo bien general, no prescribe metas particulares, «pues a diferencia del juicio intelectual que precede a la acción, y a diferencia del mandato de la voluntad que la pone en marcha, el principio inspirador se manifiesta por entero sólo en el acto mismo de la ejecución».
Arendt observa enseguida que la tradición cristiana se convirtió en factor decisivo para la historia del problema de la libertad (cf. Arendt, 1979, 204): «Casi automáticamente igualamos la libertad con el libre albedrío, es decir, con una facultad virtualmente desconocida para la Antigüedad clásica»
Para Arendt la idea de libertad no tuvo ningún papel en la filosofía antes de san Agustín. «La causa de este hecho sorprendente es que, en la Antigüedad griega y en la romana, la libertad era un concepto exclusivamente político, en sentido estricto, la quintaesencia de la ciudad-Estado y de la ciudadanía» (Arendt, 2003, 248). La libertad se convirtió en problema, uno de los principales de la filosofía, «cuando se tuvo de ella la experiencia de algo que ocurría en la interrelación de uno mismo con su propio yo, y fuera de la interrelación de los hombres» (ibid., 249). Y más: «Por tanto, la libertad, el centro mismo de la política tal como la entendían los griegos, era una idea que, casi por definición, no entraba en el marco de la filosofía griega« (ibid.248). Libertad era sinónimo de libre arbitrio, «y la presencia de la libertad se experimentó en la soledad total» (ibid., 249).
La libertad, como problema filosófico, estaba insertada en una esfera apolítica. Arendt, por el contrario, la sitúa decididamente en la esfera política. Aún más, la aproxima a la idea de comienzo, de inicio. Y haciendo referencia al De civitate Dei de Agustín, en el Libro XII, capítulo 20: «El hombre es libre porque él mismo es un principio y fue creado una vez que el universo ya existía:
Y observa: «El hombre puede empezar porque él es un comienzo; ser humano y ser libre son una y la misma cosa. Dios creó al hombre para introducir en el mundo la facultad de empezar: la libertad« La afirmación de semejanza o de identidad entre las ideas de libertad y de acción política, o el actuar en el espacio público, tiene su base, de acuerdo con Arendt, en la concepción que los griegos tenían de libertad. Según Arendt, los griegos entendían que nadie puede ser libre sino entre sus iguales.
Retoma la idea de Herodoto:
La libertad como fenómeno político data del surgimiento de las Ciudades-Estado griegas. Desde Herodoto fue entendida como organización política, en la que los ciudadanos vivían en conjunto, en condición de no-mando, sin división entre gobernados y gobernantes

Esa ausencia de mando, de autoridad, se revelaba por el término isonomía. La isonomía era descrita como una de las formas de gobierno, en la cual la autoridad (arquia, de a[rcein, y cracia, de kratevin) estaba ausente (cf. ibid., 30). La polis era considerada una isonomía; no una democracia. El punto esencial, prosigue Arendt, «de la ecuación de Herodoto de libertad como ausencia de gobierno, era que el propio gobernante no era libre; al asumir el dominio sobre otros, se priva de sus propios pares, entre los cuales podría ser libre»
Estaría, así, destruyendo el espacio político y, como resultado, habría ausencia de libertad para sí y para los otros. Comentando el ensayo Sobre la revolución, de Arendt, Anne Amiel afirma: «El objeto de Sobre la revolución es comprender el significado de un fenómeno específicamente moderno que expresa la coincidencia de la idea de libertad y de la idea de comienzo»
Se puede entender, con esas breves consideraciones, cómo se articulan para Hannah Arendt la acción, como capacidad de iniciar algo, la pluralidad, la política y la libertad. La pensadora lo resume en las siguientes palabras:
El campo en el que siempre se conoció la libertad, sin duda no como un problema, sino como un hecho de la vida diaria, es el espacio político. Todavía hoy, lo sepamos o no, el problema de la política y el hecho de que el hombre sea un ser dotado de la posibilidad de obrar tienen que estar vívidos sin cesar en nuestra mente cuando hablamos del problema de la libertad, porque la acción y la política, entre todas las capacidades y posibilidades de la vida humana, son las únicas cosas en las que no podemos siquiera pensar sin asumir, al menos, que la libertad existe, y apenas si podemos abordar un solo tema político sin tratar, implícita o explícitamente, el problema de la libertad del hombre. [...] La raison d’etre de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción
Las consecuencias, para la esfera de la educación, de considerar la libertad en su sentido político no son pocas ni superfluas.

FILOSOFÍA, POLÍTICA Y EDUCACIÓN: SOBRE LA LIBERTAD
Desde la Revolución francesa, con la institución de una sociedad burguesa, la masa asalariada de los trabajadores viene luchando para conseguir que el Estado ofrezca un sistema educativo que propicie mayores y mejores oportunidades para los operarios y para sus hijos. Así, los partidos políticos, en especial aquellos considerados «de izquierda», siempre incluyen en sus programas propuestas para la educación, y en los movimientos sociales es constante la crítica a la educación burguesa junto a una gama de propuestas para la realización de una educación renovadora e inclusive revolucionaria.


La educación burguesa es, al mismo tiempo, reflejo y fuente de la desigualdad social: expande una visión del mundo que ofrece como garantía acomodarse, y enseña a ricos y pobres a conformarse con la estructura social, que debe ser percibida como inevitable e inmutable. La educación burguesa existe para adaptar a los individuos a la sociedad, educándolos para que sean como deben ser socialmente, expandiendo y concretando la «mismidad». La diferencia, la singularidad, es peligrosa, pues pone en riesgo la «inmutabilidad» del sistema social. La educación burguesa constituye una pedagogía de la seguridad, pues adapta al individuo a las instituciones, enseñando el miedo a lo nuevo; y también porque, con ello, garantiza la seguridad de la estructura social.
Con un giro de ciento ochenta grados, encontramos en el lado opuesto de la recta el objetivo de la educación libertaria: educar a la persona para que sea lo que es. Libre, consciente de sus diferencias y de la importancia de su relación con lo social. Herbert Read advierte que, incluso centrando el objetivo de la educación en el desarrollo de la singularidad de cada individuo, la pedagogía anarquista no es individualista. Se trata, en verdad, de un proceso paralelo de individualización y de integración: al mismo tiempo en que el individuo se singulariza, gana conciencia de que su diferencia sólo adquiere sentido en el contexto colectivo, armonizándose con las diferencias de los demás. Educar es, entonces, dar condiciones a cada persona para que se descubra como individuo libre y como ser social; es darle condiciones para que pueda comprender y realizar, en justa medida, la dialéctica del individuo social, su libertad en la libertad del otro.
En este sentido, la educación anarquista constituye una pedagogía del riesgo, por instigar a la libertad de las personas para arriesgar, por atreverse a creer en cambios, en la transformación, y en su posibilidad práctica.
La educación burguesa tendría por objetivo, pues, expandir la ideología de perpetuación y conservación del sistema social, así como enseñar a ver el mundo de un modo socialmente aceptado y a actuar de acuerdo con esos parámetros. La educación anarquista, a su vez, tiene por objetivo desestructurar esta ideología social y enseñar la libertad, para que cada uno piense y actúe a su manera, creando su propia ideología, asumiendo su singularidad, sin cerrarse a la amplitud del medio social.
A partir del momento en que las personas se educan para la libertad y la igualdad en el seno de una sociedad de explotación y desigualdad, ya se está haciendo la revolución, se está empezando a cambiar las conciencias, se está dando oportunidad de que se vea el mundo de otra forma, fuera de la óptica de la dominación, lo que, en la perspectiva utópica, significa la apertura del horizonte de posibilidades. Así, ver el mundo de otra forma es el primer paso para la transformación, pues nadie transforma nada si no logra ver que las cosas pueden ser diferentes.
Como el saber es uno de los pilares del poder, el dominio del conocimiento es la base del dominio económico. Mantener a las masas en la ignorancia es mantenerlas en la miseria, por no tener condiciones prácticas de organización, de reivindicación de los derechos cuya existencia desconocen. Lógicamente, para que terminen las desigualdades, es necesario que el poder sea distribuido integral e igualitariamente por toda la sociedad. Es necesario que todos dominen el conocimiento disponible, ya que sólo puede ser producido a través del concurso de toda la sociedad.

Una educación integral es fundamental en nuestros días para que las escuelas puedan abandonar el modelo hasta entonces hegemónico de transmisión de informaciones. Aquí continúan siendo válidas las críticas de los anarquistas y sus propuestas de alteración de ruta. Una educación intelectual dirigida al proceso y no al producto, que privilegie la curiosidad, la búsqueda, la construcción de saberes, puede formar individuos mucho más articulados con las necesidades contemporáneas.
Para finalizar, la educación moral. En nuestros días, no cesa de decirse que vivimos una crisis de valores, y que la educación no ha sabido lidiar con ello. Veamos, ¿no es exactamente de esa crisis de valores y de la búsqueda de alternativas a las que se refería la ecuación moral en las experiencias libertarias? Una educación contemporánea comprometida con la transformación de los valores, con la construcción de la libertad, de la autonomía, de la solidaridad, con la formación de seres humanos plenos, saludables, conscientes y activos, tiene mucho que rescatar de la educación integral en moldes anarquistas.
No es nuestra intención finalizar este escrito intentando demostrar «ecos anarquistas» en la filosofía política de Hannah Arendt; tampoco, que los anarquistas hubieran «anticipado» cuestiones desarrolladas por ella. Sencillamente reiteramos que, al tratar el tema de la libertad en la filosofía de la educación, esas dos fuentes de pensamiento tan diferenciadas pueden ofrecer aportes interesantes y fundamentales.
La cuestión central, señalada tanto por Arendt como por los anarquistas, aunque por caminos distintos y de diferentes formas, como ya tuvimos la oportunidad de señalar, enfoca el carácter político —o social— de la libertad. Pero ¿y en relación con el carácter político de la educación?
En el ensayo ¿Qué es la autoridad?, Arendt evidencia el carácter prepolítico de la educación. Su argumentación parte del principio de que la autoridad es legítima en educación (lo que será retomado en el ensayo La crisis en la educación) y se basa precisamente en el diferente estatus entre niños y adultos. Si la isonomía es fundamental en la esfera de la acción política, no puede ser considerada en el ámbito de la relación pedagógica bajo el riesgo de disolver la relación. En otras palabras, si la acción política es la acción entre iguales, en libertad, la relación pedagógica es una relación entre desiguales —el adulto y el niño—, que prepara a este último para su futura vida política.
Esas dos esferas no deben ser confundidas, ya que pueden ocasionar daños para ambas. Vale la pena retomar su raciocinio:
La relación entre viejos y jóvenes es educativa en esencia, y en ella la educación está presente sólo como una preparación de los futuros gobernantes, llevada a cabo por los actuales gobernantes. Si el gobierno tiene que ver en esto, se trata de algo por completo distinto de las formas de gobierno políticas, no sólo porque es limitado en tiempo e intención, sino también porque se produce entre personas que, en potencia, son iguales. No obstante, la sustitución de la educación por el gobierno tuvo unas consecuencias de muy largo alcance. Sobre esa base, los gobernantes se mostraron como educadores y los educadores fueron acusados de gobernar. Entonces, como ahora, nada era más cuestionable que la importancia política de los ejemplos tomados del campo de la educación. En el campo político, siempre tratamos con adultos que ya superaron la edad de la educación, hablando con propiedad, y la política o el derecho a participar en la gestión de los asuntos públicos empieza, precisamente, cuando la educación ha llegado a su fin. [...] De modo inverso, en la educación, siempre tratamos con personas que todavía no han sido admitidas en la política ni se las pone en un pie de igualdad porque se están preparando para eso. No obstante, el ejemplo de Aristóteles es importante, porque es cierto que la necesidad de «autoridad» es más verosímil y evidente en la crianza y en la educación de los niños que en ninguna otra cosa.
Por este motivo es tan característico de nuestra época el deseo de erradicar incluso esta forma de autoridad, tan limitada y políticamente falta de relevancia (Arendt, 2003, 189).
La reflexión política de Arendt retoma a Aristóteles: si en la esfera doméstica es justo y necesario que exista el ejercicio del poder como autoridad por tratarse de una relación entre desiguales, no puede ocurrir lo mismo en la esfera política, donde imperan las relaciones entre iguales. El ejercicio del poder, por tanto, debe ser de otra naturaleza. La crítica de la filosofía se dirigía a cómo esto se confundía en el siglo XX, en especial en la sociedad americana, en la cual la esfera de la igualdad política estaba siendo transferida a la educación, a través de las pedagogías no directivas. Su posición sostenía que vaciar la educación de toda y cualquier autoridad era una equivocación, en la medida en que eso no servía para preparar a los niños para una futura vida de igualdad en la esfera política.
¿Cómo verían esto los anarquistas? Por un lado, es innegable que ellos no estarían de acuerdo con la afirmación de que la educación ocupa una esfera prepolítica. En las concepciones libertarias, de un modo general, la acción pedagógica es vista como una acción política, sea cuando actúa en el sentido de refrendar una situación social determinada, actuando para perpetuarla, sea cuando actúa en el sentido de criticar una determinada situación social, aportando esfuerzos para superarla. Por otro lado, es cierto que hay también en los anarquistas una preocupación por tomar la educación como una preparación para una vida política fundada en el ejercicio de la libertad, como ya vimos anteriormente.
En las experiencias libertarias de la educación podemos identificar dos perspectivas distintas. Una que se remonta a Rousseau y su propuesta de una especie de «educación negativa», esto es, la idea de que todo niño es libre y debe ser dejado en paz para desarrollarse sin la intromisión de la sociedad autoritaria; y otra que se remite a Proudhon y a Bakunin y su concepción de la libertad como factor social y que, por tanto, necesita ser aprendida, conquistada, ejercida colectivamente. En la primera perspectiva están presentes las mismas confusiones apuntadas por Arendt en relación con las pedagogías no directivas. En la segunda perspectiva, que nos parece más coherente con las ideas anarquistas, una aproximación a la noción de educación como esfera prepolítica es bastante viable.
En un texto de Bakunin encontramos afirmaciones sobre el lugar de la autoridad en la educación que, si no tratan la educación como prepolítica, al menos ponen de relieve su función propedéutica en relación con la vida política, aproximando sus tesis a aquellas que en un futuro serían defendidas por Arendt.
Veamos:
El principio de autoridad en la educación de los niños constituye el punto de partida natural; es legítimo y necesario, cuando es aplicado a los niños más pequeños, en el momento en que su inteligencia aún no está desarrollada; pero como el desarrollo de todo, y de la educación también, implica la negación sucesiva del punto de partida, este principio debe disminuir gradualmente a medida que la educación y la instrucción de los niños avanza, dando lugar a su libertad ascendente.
Toda educación racional no es, en el fondo, sino esa inmolación progresiva de la autoridad en beneficio de la libertad; el objetivo final de la educación debería ser formar hombres libres y llenos de respeto y amor por la libertad ajena. Así, en el primer día de la vida escolar, si la escuela recibe al niño en su tierna edad, cuando comienza a balbucear algunas palabras, debe ser el de mayor autoridad y de una ausencia casi completa de libertad; pero su último día debe ser el de
mayor libertad y el de la eliminación completa de todo vestigio animal o divino de la autoridad (Bakunin, 1979a, 75, nota).
La tesis de Bakunin de que el proceso educativo debe ser una «progresiva inmolación de la autoridad en nombre de la libertad» guarda relación con la tesis de la función prepolítica de la educación. Al admitir que el principio de autoridad es el punto de partida natural cuando tratamos de la educación de los niños, visto que ellos dependen de los adultos para poder crecer y desarrollar sus potencialidades de modo saludable, está admitiendo explícitamente que los niños no deben ser expuestos a una supuesta libertad natural. Por tanto, el principio de la libertad, si bien debe guiar las relaciones sociales entre adultos, no puede ser la base de las relaciones entre los niños y de éstos con los adultos.
Es necesaria una supervisión e incluso una dirección del proceso por parte de aquellos que ya se encuentran en otra etapa de su vida. En otro lugar, en el mismo texto aquí citado, Bakunin afirma que si el uso del principio de autoridad es justo en la educación de los niños, debe ser totalmente repudiado en la relación entre adultos, puesto que, entre iguales, sólo la libertad puede ser justa.
Aquí queda bastante clara una aproximación a Hannah Arendt cuando, en el ensayo La crisis de la educación, menciona la autoridad de los adultos sobre los niños, en la medida en que aquéllos asumen su «responsabilidad por el mundo»
Pero, al mismo tiempo que guarda relación con aquella tesis, la posición de Bakunin se distancia de ella. Pues nos dice que si el principio de autoridad es legítimo como punto de partida, de ningún modo lo es como punto de llegada. Debemos partir de relaciones de autoridad —obviamente no autoritarias— en la medida en que sirvan como una especie de iniciación al aprendizaje de la libertad. Si el punto de partida son relaciones de autoridad, el punto de llegada son relaciones de libertad. Es como si la educación fuera, en el fondo, un proceso de emancipación del niño, a través del cual aprende y conquista la libertad, haciéndose adulto precisamente cuando conquista la autonomía, la capacidad de actuar por sí mismo. Y para los anarquistas, tal concepción de la educación es profundamente política, en la medida en que se contrapone a una concepción que se quiere apolítica de la educación, pero que, de hecho, actúa en el sentido de mantener a los individuos sumisos y dependientes.
Independientemente de concordancias o discordancias, sin embargo, parece que tanto las conceptualizaciones de Arendt como las reflexiones anarquistas, así como sus experiencias prácticas con escuelas libertarias, nos ofrecen posibilidades interesantes para pensar filosóficamente las implicaciones de la libertad, en su aspecto político, en los procesos educativos; nuestro objetivo aquí no ha sido sino sacar esto a la luz.
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PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO

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PEDAGOGÍA DE LA AUTONOMÍA

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Cartas A Quien Pretende Ensenar

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