Filosofía de la educación
Edición de
Guillermo Hoyos Vásquez(Colombia)
FILOSOFÍA, POLÍTICA Y EDUCACIÓN:
SOBRE LA LIBERTAD
Newton Aquiles von Zuben y Silvio
Gallo(Brasil)
El tema de la libertad es, quizás, uno
de los problemas más importantes que se deben tener en cuenta por la
filosofía de la educación.
Por
lo menos desde la Modernidad, el
problema ha sido abordado por
pensadores de la dimensión de
Rousseau o de Kant, por citar sólo dos
ejemplos. ¿Educamos para la
libertad? ¿Educamos por la libertad?
¿Cuál es la relación de la
disciplina con la libertad? Éstas son algunas
de las preguntas con
las cuales nos enfrentamos.
En el campo de la filosofía de la
educación es imprescindible que
se trabaje con los conceptos para
que la reflexión educacional no pierda la dimensión filosófica,
por lo que, al pensar las relaciones de la
libertad con la
educación, de la libertad en la educación, es de fundamental
importancia recorrer el análisis conceptual de ese fenómeno
humano.
En ese tránsito, encontramos al menos
dos grandes posiciones:
una que establece la
dimensión política de la educación y que discute la libertad en
ese contexto, como una dimensión social; y otra
que
«despolitiza» la educación, situándola en un ámbito anterior al
político, y consecuentemente tratando la libertad en una dimensión
más antropológica e individualista.
Evidentemente, cada una de estas
posiciones tiene sus principios y sus trayectos.
En este texto nos proponemos examinar
conceptualmente el fenómeno de la libertad, así como la cuestión
de sus relaciones con los procesos educativos, según dos prismas de
matices filosóficos diferentes y que, a primera vista,
pueden parecer inconciliables:
el
pensamiento político contemporáneo
de Hannah Arendt y la propuesta de una «pedagogía
liberadora» hecha por filósofos y activistas
anarquistas
desde la mitad del siglo XIX y durante el siglo XX.
Como conclusión, intentaremos
demostrar que esos dos prismas se interrelacionan, permitiendo un
análisis filosófico del fenómeno de la libertad en sus
relaciones con el fenómeno educacional.
En el recorrido de algunas obras de
Arendt ubicaremos el análisis
conceptual de la libertad en su
aspecto político, buscando demostrar
que los aportes de la
filosofía política son de gran importancia para
el tema. Mediante
la visita a algunas teorías y experiencias pedagógicas de los
anarquistas, incorporaremos al debate proyectos concretos
que
interrelacionan libertad y educación.
1. HANNAH ARENDT Y EL
«ACONTECIMIENTO» LIBERTAD
El pensamiento político de Hannah
Arendt representa, de modo pertinente, un horizonte de significación
para pensar cuestiones cruciales de la actualidad, como la
experiencia de la libertad. En la observación de Margareth Canovan:
Toda su obra es atravesada por el
énfasis en la posibilidad de la libertad [...]. Su comprensión de
ese término es seguramente sin precedentes —Tocqueville y
Montesquieu son precursores ocasionalmente
reconocidos por ella—,
pero no se puede negar que sea contraria a
toda concepción y uso
común de ese término (Canovan, 1974, 73).
Ese concepto se une a otros para formar
el armazón central alrededor del cual se fue solidificando el
edificio del pensamiento político de Arendt. Desde Los orígenes del
totalitarismo, donde denuncia de modo severo toda forma de dominación
e intenta saber qué pasó,
por qué pasó y cómo pudo pasar,
refiriéndose al terror de los sistemas totalitarios, Arendt se
esfuerza en pensar, como índice del mundo moderno, la «ruptura» en
relación con categorías diferentes de las
ofrecidas por la
tradición.
El escenario donde la cuestión de la
libertad es pensada por Arendt, junto a otros temas como la
tradición, la historia, la autoridad, la
educación, la cultura, la
verdad, muestra una brecha entre el pasado
y el futuro, metáfora
para expresar lo que Arendt llamó ruptura con
la tradición. Arendt
se inspira, en sus reflexiones, en la introducción
de su libro
Entre el pasado y el futuro, en un verso del poeta francés
René
Char: Notre heritage n’est précédé d’aucun testament. ¿Cómo entender esa ausencia de testamento?
Arendt nota que «sin testamento o, para sortear la metáfora, sin
tradición —que selecciona y denomina, que transmite y preserva,
que indica dónde están los tesoros y cuál es su valor—, parece
que no
existe una continuidad voluntaria en el tiempo y, por tanto,
hablando
en términos humanos, ni pasado ni futuro...» (Arendt,
2003, 16).
La cuestión de la libertad se inserta
en un escenario más amplio,
que es el proyecto de recuperación del
espacio público. Y aún más,
para Arendt no se piensa la educación
prescindiendo del registro de la «política». Ésta tiene como
fundamento la acción, la esencia de
lo humano en el sentido de la
capacidad de comenzar algo nuevo.
Actuar políticamente es la iniciativa
de alguien en el seno y en vista
de un «nosotros».
La educación es relevante en el
proyecto de la civilización, y eso
significa que ella debe
preservar la capacidad de iniciativa de los que
llegan a este mundo.
Del mismo modo, la autoridad consiste en hacer
posibles nuevos
comienzos. Y eso explica, en gran medida, la fascinación de Arendt
por los «padres fundadores» de la democracia americana. Lo que ella
admira en la revolución americana es el hecho de
que no pretende
instaurar una «tabla rasa». Ella rompe, de hecho,
pero al hacerlo
se inserta sobre lo que es; guarda memoria. Son los
múltiples
comienzos, que son portadores del proyecto democrático.
Arendt fue criticada por idealizar el
modelo griego de la polis. Poco
importa que lo transforme en índice
de una exigencia y no en un
paradigma histórico para ser seguido.
Lo que es notable y original en
el escenario de la filosofía
política es el modo claro y riguroso con
que Arendt afirma, en
términos sencillos, la libertad como razón de
ser del político.
«La raison d’être (en francés en el original) de la política
es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción»
(ibid.,231).
Tal proposición resume el armazón del
pensamiento político de
Arendt. Libertad, acción, natalidad,
pluralidad son conceptos heurísticos cuya comprensión y
articulación nos ofrecen el paradigma de la
política como actuar
en común.
Pensar lo político con vistas a la
experiencia de la acción nos lleva
a reconocer la propia
experiencia vivida por Arendt en el totalitarismo como una
experiencia incontestable de lo político en el mundo contemporáneo. En realidad, el
fenómeno totalitario, experiencia
fundacional de la reflexión
política de Hannah Arendt, aunque colocado en el pasado, no forma
parte totalmente del pasado, pues, como
señaló, el suelo del cual
brotó ese fenómeno aterrador es el mismo
que dio a luz a la
democracia liberal. Ambos son horizontes posibles
de la Modernidad
política, esclareciéndose mutuamente. Arendt se
interesó por el
totalitarismo como fuente de su reflexión y por ser como un «excedente de todo régimen y
un riesgo, de ahora en adelante inevitable, de disolución completa,
violenta o disimulada, del
mundo común» (Collin, 1999, 40). Ese
mundo común no es algo
dado, sino un dispositivo móvil que se
reinventa a cada instante y
que tiene su poder en la iniciativa
renovada de cada uno en la confrontación con los otros (ibid., 5).
El mundo común es compartido, y
ningún individuo ni ningún grupo
se pueden apropiar de él.
Para comprender el tema de la libertad
en el horizonte de la obra
de Arendt, creemos recomendable situarla
en una doble perspectiva.
En primer lugar, es oportuno considerar
la idea de ruptura con
la tradición, así como la ausencia de
testamento de nuestra herencia, cuando Arendt retoma y analiza el
verso de René Char. Con esa observación, Arendt quiere significar
la novedad de lo que ocurrió
en Europa con el totalitarismo. Siendo
absolutamente nuevo, nada
podía haberlo anunciado. No había
testamento, esto es, pistas indicativas, signos o marcas de cualquier
orden que ofrecieran algún indicio para prever su surgimiento. Ésa
es la idea. Y, precisamente, fue
tal acontecimiento el que provocó
la ruptura del hilo de la tradición.
Para Arendt esa expresión de René
Char es una modificación de la
afirmación de Tocqueville «Toda
vez que el pasado dejó de arrojar
luz sobre el futuro, la mente del
hombre vaga en la oscuridad»
En
segundo lugar, es destacable el
especial énfasis que le otorga Arendt
a la idea del acontecimiento
de la experiencia viva. Al presentar los
ocho ensayos publicados con
el título Entre el pasado y el futuro,
Arendt observa:
De un modo más específico, se trata
de ejercicios de pensamiento
político, tal como surge de la
realidad de los incidentes políticos
(aunque esos incidentes se
mencionen sólo de manera ocasional), y
mi tesis es que el propio
pensamiento surge de los incidentes de la
experiencia viva y que
debe seguir unido a ellos, a modo de letrero
indicador exclusivo que
determina el rumbo (Arendt, 2003, 30).
En ese sentido, perdido el hilo de la
tradición, se impone una
relectura de esa tradición:
Al perder la tradición, también
perdimos el hilo que nos guiaba con
paso firme por el vasto reino
del pasado, pero ese hilo también era la
cadena que sujetaba a cada
generación a un aspecto predeterminado
del pretérito (ibid.,
149).
Arendt propondrá la recuperación de
lo político, de la acción, de
la palabra, de la iniciativa para
comenzar algo nuevo; en suma, de la
libertad como razón de ser de
la política.
Es relevante tener en cuenta el primer
momento de las reflexiones de Hannah Arendt, esbozado en el clima de
su primera obra importante, Los orígenes del totalitarismo: momento
en que denuncia la ruptura con la tradición, la brecha
entre el pasado y el futuro. Se
trata también, para Arendt, de una
ruptura biográfica y filosófica.
«No pertenezco al círculo de los
filósofos, mi oficio [...]..."
Y observa Arendt:
Cuando el hilo de la tradición se
rompió por fin, la brecha entre el
pasado y el futuro dejó de ser
una condición peculiar, sólo para la
actividad del pensamiento, y
se restringió a la calidad de una experiencia de los pocos que hacen del
pensamiento su tarea fundamental.
Se convirtió en una realidad tangible
y en perplejidad para todos;
es decir, se convirtió en un hecho de
importancia política (Arendt,
2003, 29).
La idea del vínculo estrecho con el
acontecimiento revela el carácter experimental de los ensayos de
Arendt presentes en esa obra.
Como ella misma afirma, son ejercicios
de pensamiento:
El carácter experimental de las obras
de Arendt, que son al mismo
tiempo «ejercicios de pensamiento
político», proviene del hecho de
que el acontecimiento revela
públicamente que la tradición se ha debilitado a causa de él, que
la filosofía política ha caducado (Amiel,
1997, 10).
Para Arendt el totalitarismo es el
imprevisible acontecimiento
responsable de la ruptura con la
tradición. El acontecimiento totalitario ha «pulverizado
manifiestamente nuestras categorías morales
tanto como nuestros
criterios de juicio moral» (citada por Amiel,
1997, 13). En verdad,
comprender el totalitarismo, en la expresión
de Amiel, es
comprender el corazón de nuestro siglo y una ruptura
con la
tradición. Frente a un fenómeno inédito, se exige un esfuerzo
fuera de lo común para aceptar y enfrentar ese nuevo acontecimiento
(ibid., 28). Lo que está en juego en ese evento es la naturaleza
humana que el dominio total pretende transformar. «El totalitarismo
—comenta Amiel— no aspira a un reino despótico, sino a un
sistema en
que los hombres sobran y los individuos son reducidos a
especímenes
de una especie animal» (ibid., 34).
¿Cómo entender el totalitarismo?
Según Arendt, la naturaleza y
el principio del gobierno totalitario
son el terror y la ideología; la experiencia fundamental donde
arraigan es la desolación o el desamparo (ibid., 40). El
totalitarismo destruye el espacio entre los hombres,
masificándolos,
y, como consecuencia, es destruida la condición de
toda libertad.
El totalitarismo prescinde de un principio de acción,
pues, en
último análisis, se trata de erradicar cualquier posibilidad de acción:
Mientras que, bajo las condiciones
presentes, la dominación totalitaria todavía comparta con otras
formas de gobierno la necesidad de
una guía para el comportamiento
de sus ciudadanos en los asuntos
públicos, no necesita e, incluso,
no podría utilizar un principio de
acción, estrictamente hablando,
dado que eliminará, precisamente, la
capacidad de los hombres para
actuar (Arendt, 1999, 567).
El terror arruina todas las relaciones
entre los hombres, la autocoacción de la lógica destruye todas las
relaciones con la realidad. El
régimen totalitario se establece
sobre una experiencia humana que es
la desolación en la
esfera de las relaciones humanas. «El aislamiento
puede ser el
comienzo del terror —afirma Arendt— [...] Su característica es
la impotencia [...] por definición, los hombres aislados carecen
de
poder» (ibid., 575). La desolación es el suelo común de la
ideología y del terror. «Lo que llamamos aislamiento en la vida
política
se llama soledad en la esfera de las relaciones sociales»
(ibid.). El aislamiento corresponde, según Arendt, al terreno
político de la vida,
mientras que la soledad se refiere a la vida
como un todo.
Como para Arendt la realidad y el
sentido de la realidad dependen de la pluralidad de hombres, del
sentido común, con el significado de algo producido en común por la
comunidad, el camino a seguir para reemplazar esa
superfluidad a la que el individuo fue
sometido, así como al
aislamiento, a la desolación, será el intento de
restauración de
la capacidad para la acción, o la libertad, que son
una sola
realidad. Si Arendt deseaba saber lo que ocurrió, cómo ese
acontecimiento tuvo lugar y por qué, ahora, después de Los
orígenes
del totalitarismo, sus reflexiones tendrán como propósito
investigar
la vita activa que expresa las tres actividades humanas
fundamentales: labor, trabajo y acción. En el prólogo de La
condición humana,
Arendt declara su intención claramente:
«Lo que propongo, por tanto,
es muy
sencillo: reflexionar sobre lo que estamos haciendo» (Arendt,1981, 13). En ese proyecto filosófico
de envergadura, desarrollado en
La condición humana, Arendt
presenta una fenomenología de la acción. El libro, según Arendt,
trata de las manifestaciones elementales
de la condición humana,
«aquellas actividades que tradicionalmente,
y también según la
opinión corriente, están al alcance de todo ser
humano» (Arendt,
1978, 13).
Posteriormente, Arendt publicará la
obra Entre el pasado y el futuro, que reúne ensayos también
clasificados como «ejercicios de pensamiento», como ya enfatizamos
anteriormente. Se trata de pensamiento anclado en el acontecimiento
de la experiencia viva, y es por
medio de esos acontecimientos por
lo que como pensamiento recibe
orientación. «El acontecimiento por
sí mismo requiere comprensión,
y la autoriza. O incluso la
comprensión, reconciliadora, es la otra cara de la acción» (Amiel, 1997, 49).
Hannah Arendt inicia su ensayo ¿Qué es la libertad? de modo
casi
irónico, afirmando que el simple enunciado de la cuestión puede
ser algo irrealizable. Eso se debe a la contradicción entre el plano
de
nuestra experiencia vivida y el plano teórico:
En todos los asuntos prácticos, y en
especial en los políticos, pensamos que la libertad humana es una
verdad obvia y, basados en este supuesto axiomático, se dictan
leyes, se adoptan decisiones y se aplican
sentencias en las
comunidades humanas (Arendt, 2003, 227).
La preocupación inicial de Arendt es
advertir al lector. Desarrolla
su pensamiento adoptando una postura
que caracteriza casi la totalidad de su obra. Ricoeur se refiere a
«la sorprendente vigilancia semántica de un pensamiento que se
atribuye como tarea —muchas
veces como primera tarea— separar
conceptos; lucha contra los enredos tanto en el discurso como en la
acción» (Ricoeur, cit. en Abensour, 1989, 141).
La originalidad de la concepción de
Arendt reside en la clara
diferencia entre la libertad política, de
un lado, y la libertad interior,
de otro. Adelanta, incluso, una
oposición entre las dos nociones. Tal concepción se opone frontalmente a la
idea universalmente admitida
de que la libertad es algo únicamente
relativo a la vida privada del
individuo. Afirma Arendt:
Por todo esto, a pesar de la gran
influencia que el concepto de una libertad interior no política
ejerció en la tradición del pensamiento, no
parece aventurado
decir que el hombre no sabrá nada de la libertad interior, si antes
no tiene, como una realidad mundanamente tangible,
la experiencia de
su condición de ente libre (Arendt, 2003, 234).
Para ser libre, existe una condición:
el hombre requiere haberse
librado de las necesidades de la vida.
Forma parte de la condición
humana el hecho de que el hombre se
considere parte de la naturaleza, sujeto a las fuerzas de la
naturaleza y, al mismo tiempo, un ser no
natural, capaz de crear
cosas nuevas y de actuar. El hombre es, por
tanto, un ser libre y
determinado. Una vez que se ha librado de las
fuerzas naturales, él
puede, en la compañía de otros hombres «que
estuvieran en la
misma situación y de un espacio público común en
el que se
pudiera tratarlos; en otras palabras, un mundo organizado
políticamente en el que cada hombre libre pudiera insertarse por
palabra y obra» (ibid., 235)2.
Para Arendt, la libertad relacionada
con la política no es un fenómeno de la voluntad. No se trata de
libre arbitrio, «una libertad
de elección que juzga y decide entre
dos cosas dadas, una buena y otra mala...». La libertad de acción,
para Arendt, debe ser libre de
motivos y de fines. La acción libre
escapa de la tutela del intelecto y
de la voluntad, «surge de algo
por completo diferente que, siguiendo el famoso análisis de las
formas de gobierno hecho por Montesquieu, llamaré principio»
(ibid., 240). Independiente de los motivos,
el principio no opera a
partir del interior. El principio actúa desde
el exterior y, siendo
bien general, no prescribe metas particulares,
«pues a diferencia
del juicio intelectual que precede a la acción, y
a diferencia del
mandato de la voluntad que la pone en marcha, el
principio
inspirador se manifiesta por entero sólo en el acto mismo
de la
ejecución».
Arendt observa enseguida que la
tradición cristiana se convirtió
en factor decisivo para la
historia del problema de la libertad (cf.
Arendt, 1979, 204): «Casi
automáticamente igualamos la libertad con el libre albedrío, es decir, con una
facultad virtualmente desconocida
para la Antigüedad clásica»
Para Arendt la idea de libertad no tuvo
ningún papel en la filosofía
antes de san Agustín. «La causa de
este hecho sorprendente es que,
en la Antigüedad griega y en la
romana, la libertad era un concepto exclusivamente político, en
sentido estricto, la quintaesencia de la
ciudad-Estado y de la
ciudadanía» (Arendt, 2003, 248). La libertad se
convirtió en
problema, uno de los principales de la filosofía, «cuando
se tuvo
de ella la experiencia de algo que ocurría en la interrelación
de
uno mismo con su propio yo, y fuera de la interrelación de los
hombres» (ibid., 249). Y más: «Por tanto, la libertad, el centro
mismo de
la política tal como la entendían los griegos, era una
idea que, casi por definición, no entraba en el marco
de la filosofía griega« (ibid.248). Libertad era sinónimo de libre
arbitrio, «y la presencia de la libertad se experimentó en la
soledad total» (ibid., 249).
La libertad, como
problema filosófico,
estaba insertada en una esfera apolítica. Arendt,
por el contrario,
la sitúa decididamente en la esfera política. Aún más,
la
aproxima a la idea de comienzo, de inicio. Y haciendo referencia al
De civitate Dei de Agustín, en el Libro XII, capítulo 20: «El
hombre
es libre porque él mismo es un principio y fue creado una
vez que el
universo ya existía:
Y observa: «El hombre puede empezar
porque él es un comienzo; ser humano y ser libre son una y la misma
cosa. Dios creó al hombre para introducir en el mundo la facultad
de
empezar: la libertad« La afirmación de semejanza o de
identidad entre las ideas de libertad y de acción política, o el
actuar en
el espacio público, tiene su base, de acuerdo con Arendt,
en la concepción que los griegos tenían de libertad. Según Arendt,
los griegos
entendían que nadie puede ser libre sino entre sus
iguales.
Retoma la
idea de Herodoto:
La libertad como fenómeno político
data del surgimiento de las
Ciudades-Estado griegas. Desde Herodoto
fue entendida como organización política, en la que los ciudadanos
vivían en conjunto, en condición de no-mando, sin división
entre gobernados y gobernantes
Esa ausencia de mando, de autoridad, se
revelaba por el término
isonomía. La isonomía era descrita como
una de las formas de gobierno, en la cual la autoridad (arquia, de
a[rcein, y cracia, de kratevin)
estaba ausente (cf. ibid., 30). La
polis era considerada una isonomía;
no una democracia. El punto
esencial, prosigue Arendt, «de la ecuación de Herodoto de libertad
como ausencia de gobierno, era que el
propio gobernante no era
libre; al asumir el dominio sobre otros, se
priva de sus propios
pares, entre los cuales podría ser libre»
Estaría, así, destruyendo el espacio
político y, como resultado,
habría ausencia de libertad para sí y
para los otros. Comentando el
ensayo Sobre la revolución, de
Arendt, Anne Amiel afirma: «El objeto
de Sobre la revolución es
comprender el significado de un fenómeno
específicamente moderno
que expresa la coincidencia de la idea de
libertad y de la idea de
comienzo»
Se puede entender, con esas breves
consideraciones, cómo se articulan para Hannah Arendt la acción,
como capacidad de iniciar
algo, la pluralidad, la política y la
libertad. La pensadora lo resume
en las siguientes palabras:
El campo en el que siempre se conoció
la libertad, sin duda no como
un problema, sino como un hecho de la
vida diaria, es el espacio político. Todavía hoy, lo sepamos o no,
el problema de la política y el
hecho de que el hombre sea un ser
dotado de la posibilidad de obrar
tienen que estar vívidos sin
cesar en nuestra mente cuando hablamos
del problema de la libertad,
porque la acción y la política, entre todas
las capacidades y
posibilidades de la vida humana, son las únicas cosas en las que no
podemos siquiera pensar sin asumir, al menos, que
la libertad
existe, y apenas si podemos abordar un solo tema político
sin
tratar, implícita o explícitamente, el problema de la libertad del hombre. [...] La raison d’etre de la
política es la libertad, y el campo
en el que se aplica es la
acción
Las consecuencias, para la esfera de
la educación, de considerar
la libertad en su sentido político no
son pocas ni superfluas.
FILOSOFÍA, POLÍTICA Y EDUCACIÓN:
SOBRE LA LIBERTAD
Desde la Revolución francesa, con la
institución de una sociedad
burguesa, la masa asalariada de los
trabajadores viene luchando para
conseguir que el Estado ofrezca un
sistema educativo que propicie mayores y mejores oportunidades para
los operarios y para sus hijos. Así, los partidos políticos, en
especial aquellos considerados «de
izquierda», siempre incluyen en
sus programas propuestas para la
educación, y en los movimientos
sociales es constante la crítica a la
educación burguesa junto a
una gama de propuestas para la realización de una educación
renovadora e inclusive revolucionaria.
La educación burguesa es, al mismo
tiempo, reflejo y fuente de la desigualdad social: expande una visión
del mundo que ofrece como garantía acomodarse,
y enseña a ricos y
pobres a conformarse con la estructura social, que
debe ser
percibida como inevitable e inmutable. La educación burguesa existe
para adaptar a los individuos a la sociedad, educándolos
para que
sean como deben ser socialmente, expandiendo y concretando la
«mismidad». La diferencia, la singularidad, es peligrosa, pues
pone en riesgo la «inmutabilidad» del sistema social. La educación
burguesa constituye una pedagogía de la seguridad, pues adapta al
individuo a las instituciones, enseñando el miedo a lo nuevo; y
también
porque, con ello, garantiza la seguridad de la estructura
social.
Con un giro de ciento ochenta grados,
encontramos en el lado
opuesto de la recta el objetivo de la
educación libertaria: educar a la
persona para que sea lo que es.
Libre, consciente de sus diferencias y
de la importancia de su
relación con lo social. Herbert Read advierte
que, incluso
centrando el objetivo de la educación en el desarrollo
de la
singularidad de cada individuo, la pedagogía anarquista no es
individualista. Se trata, en verdad, de un proceso paralelo de
individualización y de integración: al mismo tiempo en que el
individuo
se singulariza, gana conciencia de que su diferencia sólo
adquiere
sentido en el contexto colectivo, armonizándose con las
diferencias
de los demás. Educar es, entonces, dar condiciones a
cada persona
para que se descubra como individuo libre y como ser
social; es darle
condiciones para que pueda comprender y realizar,
en justa medida, la dialéctica del individuo social, su
libertad en la libertad del otro.
En este sentido, la educación
anarquista constituye una pedagogía del
riesgo, por instigar a la
libertad de las personas para arriesgar, por
atreverse a creer en
cambios, en la transformación, y en su posibilidad práctica.
La educación burguesa tendría por
objetivo, pues, expandir la
ideología de perpetuación y
conservación del sistema social, así como
enseñar a ver el mundo
de un modo socialmente aceptado y a actuar
de acuerdo con esos
parámetros. La educación anarquista, a su vez,
tiene por objetivo
desestructurar esta ideología social y enseñar la
libertad, para
que cada uno piense y actúe a su manera, creando su
propia
ideología, asumiendo su singularidad, sin cerrarse a la amplitud del
medio social.
A partir del
momento en que las
personas se educan para la libertad y la igualdad
en el seno de una
sociedad de explotación y desigualdad, ya se está
haciendo la
revolución, se está empezando a cambiar las conciencias,
se está
dando oportunidad de que se vea el mundo de otra forma,
fuera de la
óptica de la dominación, lo que, en la perspectiva utópica,
significa la apertura del horizonte de posibilidades. Así, ver el
mundo
de otra forma es el primer paso para la transformación, pues
nadie transforma nada si no logra ver que las
cosas pueden ser diferentes.
Como el saber es uno de los pilares del
poder, el dominio del conocimiento es la base del dominio económico.
Mantener a las masas
en la ignorancia es mantenerlas en la miseria,
por no tener condiciones prácticas de organización, de
reivindicación de los derechos cuya
existencia desconocen.
Lógicamente, para que terminen las desigualdades, es necesario que
el poder sea distribuido integral e igualitariamente por toda la
sociedad. Es necesario que todos dominen el conocimiento disponible, ya que sólo
puede ser producido a través
del concurso de toda la sociedad.
Una educación integral es fundamental
en nuestros días para que
las escuelas puedan abandonar el modelo
hasta entonces hegemónico
de transmisión de informaciones. Aquí
continúan siendo válidas las
críticas de los anarquistas y sus
propuestas de alteración de ruta. Una
educación intelectual
dirigida al proceso y no al producto, que privilegie la curiosidad,
la búsqueda, la construcción de saberes, puede
formar individuos
mucho más articulados con las necesidades contemporáneas.
Para finalizar, la educación moral. En
nuestros días, no cesa de
decirse que vivimos una crisis de
valores, y que la educación no ha
sabido lidiar con ello. Veamos,
¿no es exactamente de esa crisis de valores y de la búsqueda de
alternativas a las que se refería la ecuación
moral en las
experiencias libertarias? Una educación contemporánea
comprometida
con la transformación de los valores, con la construcción de la
libertad, de la autonomía, de la solidaridad, con la formación de
seres humanos plenos, saludables, conscientes y activos, tiene
mucho
que rescatar de la educación integral en moldes anarquistas.
No es nuestra intención finalizar este
escrito intentando demostrar
«ecos anarquistas» en la filosofía
política de Hannah Arendt; tampoco, que los anarquistas hubieran
«anticipado» cuestiones desarrolladas
por ella. Sencillamente
reiteramos que, al tratar el tema de la libertad
en la filosofía de
la educación, esas dos fuentes de pensamiento tan
diferenciadas
pueden ofrecer aportes interesantes y fundamentales.
La cuestión central, señalada tanto
por Arendt como por los
anarquistas, aunque por caminos distintos y
de diferentes formas,
como ya tuvimos la oportunidad de señalar,
enfoca el carácter político —o social— de la libertad.
Pero ¿y en relación con el carácter
político de la
educación?
En el ensayo ¿Qué es la autoridad?,
Arendt evidencia el carácter
prepolítico de la educación. Su
argumentación parte del principio de
que la autoridad es legítima
en educación (lo que será retomado en el
ensayo La crisis en la
educación) y se basa precisamente en el diferente estatus entre
niños y adultos. Si la isonomía es fundamental en la
esfera de la
acción política, no puede ser considerada en el ámbito de
la
relación pedagógica bajo el riesgo de disolver la relación. En
otras palabras, si la acción política es la
acción entre iguales, en libertad,
la relación pedagógica es una
relación entre desiguales —el adulto
y el niño—, que prepara a
este último para su futura vida política.
Esas dos esferas no deben ser
confundidas, ya que pueden ocasionar
daños para ambas. Vale la pena
retomar su raciocinio:
La relación entre viejos y jóvenes es
educativa en esencia, y en ella
la educación está presente sólo
como una preparación de los futuros
gobernantes, llevada a cabo por
los actuales gobernantes. Si el gobierno tiene que ver en esto, se
trata de algo por completo distinto de las
formas de gobierno
políticas, no sólo porque es limitado en tiempo
e intención, sino
también porque se produce entre personas que, en
potencia, son
iguales. No obstante, la sustitución de la educación por
el
gobierno tuvo unas consecuencias de muy largo alcance. Sobre esa
base, los gobernantes se mostraron como educadores y los educadores
fueron acusados de gobernar. Entonces, como ahora, nada era más cuestionable que la importancia
política de los ejemplos tomados
del campo de la educación. En el
campo político, siempre tratamos
con adultos que ya superaron la
edad de la educación, hablando con
propiedad, y la política o el
derecho a participar en la gestión de
los asuntos públicos
empieza, precisamente, cuando la educación ha
llegado a su fin.
[...] De modo inverso, en la educación, siempre tratamos con
personas que todavía no han sido admitidas en la política
ni se
las pone en un pie de igualdad porque se están preparando para eso.
No obstante, el ejemplo de Aristóteles es importante, porque es
cierto que la necesidad de «autoridad» es más verosímil y
evidente en
la crianza y en la educación de los niños que en
ninguna otra cosa.
Por este motivo es tan característico
de nuestra época el deseo de
erradicar incluso esta forma de
autoridad, tan limitada y políticamente falta de relevancia (Arendt,
2003, 189).
La reflexión política de Arendt
retoma a Aristóteles: si en la esfera
doméstica es justo y
necesario que exista el ejercicio del poder como
autoridad por
tratarse de una relación entre desiguales, no puede
ocurrir lo
mismo en la esfera política, donde imperan las relaciones
entre
iguales. El ejercicio del poder, por tanto, debe ser de otra
naturaleza. La crítica de la filosofía se dirigía a cómo esto se
confundía en
el siglo XX, en especial en la sociedad americana, en
la cual la esfera
de la igualdad política estaba siendo transferida
a la educación, a través de las pedagogías no directivas. Su
posición sostenía que vaciar la
educación de toda y cualquier
autoridad era una equivocación, en la medida en que eso no servía para
preparar a los niños para una futura
vida de igualdad en la esfera
política.
¿Cómo verían esto los anarquistas?
Por un lado, es innegable
que ellos no estarían de acuerdo con la
afirmación de que la educación ocupa una esfera prepolítica. En
las concepciones libertarias,
de un modo general, la acción
pedagógica es vista como una acción
política, sea cuando actúa
en el sentido de refrendar una situación
social determinada,
actuando para perpetuarla, sea cuando actúa en
el sentido de
criticar una determinada situación social, aportando
esfuerzos para
superarla. Por otro lado, es cierto que hay también
en los
anarquistas una preocupación por tomar la educación como
una preparación para una vida política fundada en el ejercicio de la
libertad, como ya vimos anteriormente.
En las experiencias libertarias de la
educación podemos identificar dos perspectivas distintas. Una que se
remonta a Rousseau y su
propuesta de una especie de «educación
negativa», esto es, la idea de
que todo niño es libre y debe ser
dejado en paz para desarrollarse
sin la intromisión de la sociedad autoritaria; y otra que se remite a
Proudhon y a Bakunin y su
concepción de la libertad como factor
social y que, por tanto,
necesita ser aprendida, conquistada, ejercida
colectivamente. En la
primera perspectiva están presentes las mismas
confusiones
apuntadas por Arendt en relación con las pedagogías no
directivas.
En la segunda perspectiva, que nos parece más coherente
con las
ideas anarquistas, una aproximación a la noción de educación
como
esfera prepolítica es bastante viable.
En un texto de Bakunin encontramos
afirmaciones sobre el lugar
de la autoridad en la educación que, si
no tratan la educación como
prepolítica, al menos ponen de relieve
su función propedéutica en
relación con la vida política,
aproximando sus tesis a aquellas que en un futuro serían defendidas por
Arendt.
Veamos:
El principio de autoridad en la
educación de los niños constituye el
punto de partida natural; es
legítimo y necesario, cuando es aplicado
a los niños más
pequeños, en el momento en que su inteligencia aún
no está
desarrollada; pero como el desarrollo de todo, y de la educación
también, implica la negación sucesiva del punto de partida, este
principio debe disminuir gradualmente a medida que la educación y
la
instrucción de los niños avanza, dando lugar a su libertad
ascendente.
Toda educación racional no es, en el
fondo, sino esa inmolación
progresiva de la autoridad en beneficio
de la libertad; el objetivo final
de la educación debería ser
formar hombres libres y llenos de respeto
y amor por la libertad
ajena. Así, en el primer día de la vida escolar,
si la escuela
recibe al niño en su tierna edad, cuando comienza a
balbucear
algunas palabras, debe ser el de mayor autoridad y de una
ausencia
casi completa de libertad; pero su último día debe ser el de
mayor libertad y el de la eliminación
completa de todo vestigio animal o divino de la autoridad (Bakunin,
1979a, 75, nota).
La tesis de Bakunin de que el proceso
educativo debe ser una «progresiva inmolación de la autoridad en
nombre de la libertad» guarda relación con la tesis de la función
prepolítica de la educación. Al
admitir que el principio de
autoridad es el punto de partida natural
cuando tratamos de la
educación de los niños, visto que ellos dependen de los adultos
para poder crecer y desarrollar sus potencialidades de modo
saludable, está admitiendo explícitamente que los niños
no deben
ser expuestos a una supuesta libertad natural. Por tanto, el
principio de la libertad, si bien debe guiar las relaciones sociales
entre
adultos, no puede ser la base de las relaciones entre los
niños y de éstos con los adultos.
Es necesaria una supervisión e
incluso una dirección del proceso por parte de aquellos que ya se
encuentran en otra
etapa de su vida. En otro lugar, en el mismo
texto aquí citado, Bakunin afirma que si el uso del principio de
autoridad es justo en la educación de los niños, debe ser
totalmente repudiado en la relación entre adultos, puesto que, entre
iguales, sólo la libertad puede ser justa.
Aquí queda bastante clara una
aproximación a Hannah Arendt cuando, en el
ensayo La crisis de la
educación, menciona la autoridad de los adultos sobre los niños,
en la medida en que aquéllos asumen su «responsabilidad por el
mundo»
Pero, al mismo tiempo que guarda
relación con aquella tesis, la
posición de Bakunin se distancia de
ella. Pues nos dice que si el principio de autoridad es legítimo
como punto de partida, de ningún modo lo es como punto de llegada.
Debemos partir de relaciones de
autoridad —obviamente no
autoritarias— en la medida en que sirvan
como una especie de
iniciación al aprendizaje de la libertad. Si el
punto de partida
son relaciones de autoridad, el punto de llegada son
relaciones de
libertad. Es como si la educación fuera, en el fondo, un
proceso de
emancipación del niño, a través del cual aprende y conquista la
libertad, haciéndose adulto precisamente cuando conquista
la
autonomía, la capacidad de actuar por sí mismo. Y para los
anarquistas, tal concepción de la educación es profundamente
política,
en la medida en que se contrapone a una concepción que
se quiere
apolítica de la educación, pero que, de hecho, actúa en
el sentido de
mantener a los individuos sumisos y dependientes.
Independientemente de concordancias o
discordancias, sin embargo, parece que tanto las conceptualizaciones
de Arendt como las
reflexiones anarquistas, así como sus
experiencias prácticas con escuelas libertarias, nos ofrecen
posibilidades interesantes para pensar
filosóficamente las
implicaciones de la libertad, en su aspecto político, en los
procesos educativos; nuestro objetivo aquí no ha sido sino
sacar
esto a la luz.
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